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Actualizado: 09 may 2020 / 19:21 h.
  • El aplauso barato para los malos escritores

Hubo un tiempo, cuando podía mirarme en un espejo sin tener que pensar que la vida pasa excesivamente rápido, en el que tuve prisa por leer todo lo que caía en mis manos. Clásicos, recomendaciones, lo que aparecía en las listas de títulos más vendidos. Narrativa, poesía, ensayo. Pero ese tiempo ya pasó. De unos años a esta parte, selecciono mis lecturas con mucho cuidado para tener la sensación de no desperdiciar un tiempo que me falta por muchas razones. Clásicos y recomendaciones de compañeros de profesión que descubren libros de nuevos autores que les gustan por alguna razón.

No hago esto por ser más viejo. Lo hago porque el número de títulos publicados en España, cada año, es ridículo. No hay quien pueda leer esa cantidad de miles de páginas en trescientos sesenta y cinco días. Ni quien pueda, ni quien quiera. Si fueran buenas novelas, buenos poemarios o buenos ensayos, sería una pena decir algo así aunque ese problema no existe. De los libros nuevos que se publican, se pueden elegir un puñado de ellos atendiendo a su calidad literaria. El resto es prescindible o, sencillamente, desastroso.

Las editoriales lanzan nuevos libros al mercado buscando posibles éxitos que suelen quedarse en fracasos. Me temo que lo hacen para ocupar un espacio en las mesas de novedades en los que si no están sus libros están los de otros. Me temo que se publica con intenciones completamente ajenas a lo que es la literatura. Quiero pensar eso y solo eso. De otro modo, tendría que plantearme problemas que tienen que ver con la falta de criterio editorial, con la falta de profesionalidad o con un negocio que nada tiene que ver con la cultura y que la destroza. Y no me apetece, de verdad. De momento, prefiero plantearme el asunto con ingenuidad.

Son muy pocos los relatos o poemarios que se libran del desastre, desastre que está provocado por la falta de talento de unos; la falta de originalidad y la imitación constante que hacen de sí mismos, de los otros; la entrega de premios absolutamente escandalosos, la falta de difusión de buenas obras narrativas y poéticas que no tienen la más mínima posibilidad de ser tenidas en cuenta desde antes de ser escritas. Un desastre que tiene sucursal propia en Internet. En la red publica cualquiera lo que se le pasa por la cabeza, es aplaudido por familia y amigos (que dedican su tiempo a leer al centenar de amigos que cada día publican y esperan un comentario o una cerrada ovación dejando la buena literatura al margen) y convierten esa audiencia en algo importantísimo. Hay autores (en Internet y en lo que no es Internet) que afirman no haber leído un libro en su vida; hay lectores que afirman leer solo a sus amigos. Les garantizo que es cierto, les garantizo que esto no es un mal chiste. Las consecuencias ya se van dejando notar desde hace algún tiempo.

Con este panorama en el que el aplauso es barato y en el que se busca, por parte de las editoriales, el dinero fácil y rápido, lo mejor es buscar un refugio literario. Ya saben, los clásicos o las recomendaciones que se reciben de los lectores conocidos y con un criterio literario del que me fío. Me niego a perder un solo minuto leyendo baratijas literarias.

Lean, por favor: «...que amor y dolor son una sola cosa y que el valor del amor es la suma de lo que se paga por él y cada vez que se consigue barato uno se está engañando...». Es de William Faulkner. Este pequeñísimo extracto de la novela «Las palmeras salvajes» tiene más literatura dentro que cientos de páginas de las que tratan de vendernos hoy como si fueran la esencia de la literatura universal.

Descubrir la evolución del relato breve desde Chéjov a Salinger y desde este a Carver, es una experiencia única a la que, de momento, casi nadie puede aportar nada de nada. Comprobar cómo las técnicas narrativas se adaptan a relatos distintos de forma original se confunde, por muchos, con la burda copia o imitación. La originalidad pretendida por muchos no deja de ser puro maquillaje que trata de ocultar lo que se ha dicho miles de veces en miles de relatos. Y una falta de talento preocupante. Se me antoja difícil creer que alguien quiera arriesgar su tiempo después de cerrar un ejemplar de «Conversación en La Catedral» de Mario Vargas Llosa o «La metamorfosis» de Kafka. Proust, Flaubert, John Dos Passos, Joyce, Raymond Chandler y decenas de autores ya escribieron mejor lo que nos presentan en las actuales mesas de novedades editoriales como si fueran joyas literarias; mesas de novedades que no incluirían obras maestras clásicas salvo que el editor fuese un romántico de tomo y lomo. Eso ya no vende.

Los caminos transitados por editores y lectores (con las excepciones lógicas) no parecen los más adecuados. Sería interesante conocer si son unos los que obligan a otros u otros los que obligan a unos. ¿Se compra lo que se edita o se edita lo que se compra? ¿El criterio del lector ordena el mercado original o son las editoriales las que obligan a una lectura u otra?

En fin, nos quedan los clásicos. Desde Homero para acá están todos. Intactos. Henry James, Agotha Kristof, Juan Marsé. Estos los menciono porque no quiero que parezca que, cuando me refiero a los clásicos, pienso en Cervantes, los griegos, y poco más. Para ser clásico no hay que ser antiguo. Y nos quedan las nuevas publicaciones que alcanzan buenos niveles de calidad. Existen. El resto habrá que dejarlo para mejor momento y para que las editoriales ganen dinerito excusándose con que, al menos, logran que la gente lea.