«El tren atraviesa lentamente el páramo de Resondoff, cruza las ásperas montañas de Jeralpieva, avanza por la comarca pantanosa de Gaggoff -donde se crían las únicas ranas carnívoras del mundo- y se detiene con un resoplido en la pequeña ciudad gótica de Boronburg, en el extremo norte del reino de Burgundia, próspera en otros tiempos pero que hoy apenas cuenta con dos mil habitantes». Así de prometedor es el primer párrafo de la novela corta titulada «El hombre bicolor», obra póstuma de Javier Tomeo (Quicena, 1932- Barcelona, 2013) en la que el originalísimo autor cuenta las desventuras de Hermógenes W., un Inspector de Segunda Categoría del Cuerpo Especial de Recaudadores Comarcales que tiene el ojo derecho de color azul y el izquierdo verde, y viaja en ese tren con la misión de recaudar impuestos en Boronburg. Será esta su segunda estancia en la ciudad con el mismo fin, pero a diferencia de lo ocurrido en la primera ocasión, esta vez nadie acude a recibirle a la estación ni le espera en la recepción del hotel donde debe alojarse. Cuando telefonea al Ayuntamiento, una voz le informa: «Aquí no hay nadie», una y otra vez. Al caer la noche, no se ve ninguna luz a través de las ventanas de las casas, y aunque sea otoño y sople un fuerte viento, las hojas de las moreras no caen ni se mecen.
Quienes conozcan la obra de Tomeo, licenciado en Derecho y Criminología por la Universidad de Barcelona, sabrán que es un autor que no deja indiferente a nadie. O gusta mucho, o no gusta nada. Cuentan además que Juan Benet le acusaba de hacer «croquetas literarias», libros todos con idéntico sabor. Desconozco si la anécdota es cierta, pero sin ser del todo inexacta, la frase me parece injusta en la medida en que pone el acento únicamente en el aspecto más peyorativo de la realidad a la que hace alusión, y es que Javier Tomeo quizá sea tan fácilmente reconocible porque consiguió una voz propia, diferenciada, evocadora, dotada de un extravagante y personalísimo halo de encanto amargo que a mí, como lectora de a pie, me ha resultado siempre muy meritoria y envolvente.
Siguiendo con los tópicos vinculados al autor, a Tomeo se le ha comparado siempre con Kafka, el Kafka español, se le llama, de forma un tanto provinciana. Salvando las distancias, también en este símil hay una parte de verdad, y es cierto que Hermógenes de «El hombre bicolor» recuerda en algún momento al Josef K. de «El proceso» y al Gregorio Samsa de «La metamorfosis». Por razones mucho menos explicables, al leerlo me vino también a la cabeza «Bartleby, el escribiente», el relato de Herman Melville, quizá porque ambos libros están hechos de ese tipo de prosa capaz de generar el aire que respiras, los olores que percibes y las voces que oyes o dejar de oír mientras lees el libro. Identifica a Tomeo además un humor entre infantil y demente, que salpimienta en todo el texto para hacer más digeribles los mensajes de peso que el autor desliza en algunos de sus párrafos de forma inopinada, como quien no quiere la cosa. Sirvan de muestra estos pocos botones:
«Parece como si el ayer y el hoy se estuviesen convirtiendo en una sola cosa. Se encuentran, se aman, se fecundan y se convierten en un presente que no se acaba nunca» [...]
«No se lo discuto. No tengo más remedio que admitir que esta soledad y este silencio no pueden resistirse impunemente. Antes o después acaban pasando factura al más pintado. Empiezo a verme por dentro y lo que veo no me gusta demasiado. No es para sentirme orgulloso.» [...]
«Así son las cosas, nos pasamos toda la vida buscando algo y cuando por fin lo tenemos al alcance de la mano, nos asaltan las dudas y no sabemos qué hacer. » [...]
«Si llueve de arriba hacia abajo es para que ellos, los que tienen la suerte de estar arriba, no se mojen, es decir, para que se pongan perdidos únicamente los que están abajo, a ras de suelo».