Si se pierden los padres, se pierde el hijo. El matrimonio americano formado por el doctor Ben MacKenna y la afamada cantante Jo creen poder acabar con su gran bostezo perdiéndose en viajes indudablemente barrocos, pero su necesidad de aventura para descubrir si aún viven en una dulce dependencia familiar («la adversidad nos puede ayudar»), tienta al destino a traer su propio caos, erigiendo la búsqueda en otra búsqueda, al implicar aquella el descuido irresponsable de lo ya poseído: por saber algo ajeno, pierden lo propio. La imprudencia favorecedora de la tragedia continúa al saltarse el padre la regla de oro enseñada a los hijos: no hablar con desconocidos. Cuando su hijo Hank avanza por el pasillo, se está simbolizando cómo la confianza ciega en lo desconocido y el rechazo del valor de la serena cotidianidad, son actitudes de ignorancia que están pidiendo una enseñanza. Pero este símbolo se intensifica redundantemente cuando Hank quita accidentalmente el velo, metáfora de la ignorancia, del rostro de la mujer marroquí; ya que demuestra no temer lo extraño y cómo la consecuencia a esta actitud es trágica. De esta forma, el niño había visto demasiado de aquel rostro. En el Éxodo de la Biblia se pone en boca de Dios: «No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá». Hank había desvelado una información que no debía, convirtiéndose este hecho en la primera pieza ilustrativa de la tesis principal de la cinta: el poder de la información en un mundo agresivo de irracionalidad e inseguridad, donde debes hacer de equilibrista sin conocer cuándo debes saber y cuándo eso te puede destruir. Sabe demasiado, pero los espectadores nos pasamos todo el tiempo sin saber nada.
Marruecos se connota como un lugar perfecto para perderse: la misma vía es utilizada para coches, peatones y animales; todos van tapados y el sol es cegador. Confuso es también utilizar el dinero ganado por dedicarse a la ciencia -gracias a las enfermedades, bromea el matrimonio-, para gastarlo por placer en un mundo subjetivo de magia y acrobacia en el que, como en «Las mil y una noches», son entretenidos para que desconozcan las siniestras intenciones. Así, un punto esencial del filme es la no correspondencia barroca y romántica entre apariencia y realidad, personificada en dos códigos distintos: el visual y el lingüístico. El primero de ellos es el disfraz y el segundo la palabra. El fruto de esta falta de concordancia es el engaño y, por tanto, la imposibilidad de conocimiento que colisiona con el título de la cinta. Todo es mentira. Incluida la propia historia. Decía Hitchcock: «La verosimilitud no me interesa. Es lo más fácil de hacer».
Si bien esta situación de duda exacerbada es abiertamente indeseable, provoca también lo contrario: la ambigüedad excitante del no saber, del misterio. Es lo que le sucede a Jo, que siente rechazo y atracción por el espía francés; lo cual es extrapolable a dos niveles más: al espectador respecto a una película de la que no sabe qué ocurre y a la familia MacKenna en cuanto al exotismo de la ciudad; que al niño le recuerda a Las Vegas, donde papá perdió tanto dinero, erigiéndose este enlace en el augurio de otra pérdida, esta vez de él mismo. Sin embargo, se parece a las Vegas, pero no lo es. Del mismo modo, Ben cree haber ido a Marruecos «para poder hablar con libertad», pero no es así. Justo la palabra le quita la libertad porque, al emplearla, posee al otro, y ese otro depende de lo que él sabe. La confianza entrampa. Así, la disgregación maniquea de los dos mundos apoya el título del largometraje. Marruecos se describe como intolerante («la religión musulmana no tolera muchos accidentes»), peligrosa -allí sucede el secuestro del hijo- y como metáfora de un lugar desconocido que no debes conocer, cuyo caos se abraza al propio de la irracionalidad del amor que hace a la actriz Doris prorrumpir en llanto a pesar de no estar ello en el guión, es decir, otro caso de falta de decoro entre la palabra -la orden dada por Hitchcock- y lo que en realidad hace Doris Day.