La realidad es dual. Todo sin excepción lo es. Una persona es luz y es sombras; es bondad y maldad; estamos vivos aunque millones de células de nuestro cuerpo mueren a diario. Un hombre aparentemente sin escrúpulos, que ha sido capaz de enriquecerse con la venta de armas y, posiblemente, ayudando a que los conflictos bélicos aparecieran con mayor regularidad, puede tener una luz en algún lugar dentro de sí; de hecho la tiene.
Basil Zaharoff, según el periodista José Ortega (personaje narrador de «El mercader de la muerte»), fue un anciano adorable. Parecía imposible que hubiera desarrollado tanta maldad al comerciar con armas, al hacer negocios con una falta de escrúpulos difícil de igualar. El anciano se dibuja con el recuerdo triste e intenso de la mujer a la que amó como solo se puede hacer con la mujer de tu vida. Al mismo tiempo, Europa era un paraíso si estabas en Montecarlo; porque estando en un país como España o Alemania la cosa cambiaba. Y un español cateto y sin demasiado espíritu se podía convertir en un elemento importante como lo podría ser cualquier otro con más pinta de héroe, porque de la admiración al odio hay un camino muy corto.
Gervasio Posadas cuenta en «El mercader de la muerte» cómo un periodista español, José Ortega (personaje de su trabajo anterior «El mentalista de Hitler») se encuentra con Zaharoff. Trabaja para él y vive una aventura en Montecarlo en la que no falta ningún ingrediente para que el relato sea un thriller divertido, casi apasionante, en el que el lector asiste a una forma de vida que parece ajena a una durísima realidad que conocemos como ‘periodo de entre guerra’s.