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Actualizado: 29 jun 2015 / 10:08 h.
  • Ernst Lubitsch. Su ‘toque’ y su obra
    Arriba: el actor Frederic March enciende un puro a Lubitsch en el set de rodaje de ‘Una mujer para dos’. Abajo: el director estaba acomplejado por su aspecto y se proyectaba en los galanes de sus películas.
  • Ernst Lubitsch. Su ‘toque’ y su obra

Cuando Ernst Lubitsch murió prematuramente de un ataque al corazón en 1947, otros dos grandes directores de cine se lamentaban: «Se acabó Lubitsch», dijo Billy Wilder; y William Wyler repuso «¡Peor aún! ¡Se acabaron las películas de Lubitsch!». Billy Wilder no era precisamente sospechoso de benevolencia en las opiniones que profería sobre el prójimo, pero su mordacidad habitual desaparecía para dejar paso a la más absoluta admiración cuando hablaba del ingenio inagotable del que siempre consideró su maestro.

Ernst Lubitsch era judío alemán. A diferencia de numerosos compatriotas suyos del medio cinematográfico que, en la década de los 30, acudieron a Hollywood huyendo del nazismo, él emigró a principios de los felices 20, porque había llegado a lo más alto como director en Alemania y quería probar fortuna en aquella ebullición de talento que fue el Hollywood de los años dorados. No tardó en ponerse en evidencia su arte y fue uno de los primeros realizadores que, al combinar dirección y producción, llegó a tener un control absoluto de sus películas.

Nos legó algo tan valioso como el mítico toque Lubitsch, sofisticado elemento cuya naturaleza es tan rica, vaporosa e inaprensible, que ha dado lugar a infinidad de definiciones. Aunque reconocerlo en sus películas es mucho más sencillo que verbalizar su esencia, haremos un intento más... consiste en un recurso humorístico basado unas veces en un solo plano que condensa una metáfora muy aguda o una elipsis y otras veces en la reiteración de un gag, de forma que una escena sutilmente divertida se va repitiendo en espiral a lo largo del metraje recubriéndose de nuevos elementos. ¡El efecto final es humor al cuadrado! Recuerden por ejemplo los sucesivos monólogos de Hamlet con sus delirantes giros en la película Ser o no ser.

Triunfó en su Alemania natal oscilando entre la farsa y el drama histórico. Su prestigio trascendió fronteras y Mary Pickford le atrajo a Hollywood para que rodara Rosita (1922), un drama ambientado en Sevilla que obtuvo un gran éxito. Sin embargo, a partir de entonces, el cineasta se ceñiría casi siempre al género de la comedia sofisticada en el que recreaba mundos irreales llenos de glamour y oropel, habitados por personajes absurdamente divertidos que vivían esquivando las convenciones. En los primeros años del sonoro y hasta bien entrados los 30, sus comedias se integraban a veces dentro de películas musicales de sabor continental, dando lugar a pícaras operetas protagonizadas habitualmente por Jeanette MacDonald y Maurice Chevalier, como fueron Monte Carlo (1930), El teniente seductor (1931) o La viuda alegre (1934). Su obra cumbre de los primeros 30 fue la imprescindible Un ladrón en la alcoba (1932), cuyo estilo, ritmo y simetría perfectos representan la quintaesencia lubitschiana.

Fue el único cineasta de su época al que se llegó a situar al frente de un estudio, la Paramount. No obstante, permaneció en el cargo apenas un año, pues al parecer era tan controlador que tenía serios problemas para delegar.

Con la brillante salvedad de la mencionada película Un ladrón en la alcoba, lo más logrado de su filmografía se concentra en la recta final de su carrera, cuando la frivolidad tradicional de su narrativa y caracteres dejó lugar a un cine si cabe más divertido, pero al mismo tiempo mucho más profundamente humano. Los largometrajes Ninotschka (1939), El bazar de las sorpresas (1940) o Ser o no ser (1942) son comedias rebosantes de su toque, pero que denotan mayor inquietud del creador por lo que ocurría en el mundo y cuyos entrañables y falibles personajes apelan a los mejores sentimientos del espectador.

Durante su larga etapa norteamericana ambientó las peripecias de sus protagonistas muchas más veces en Europa que en EEUU, recreando en los estudios hollywoodenses lugares tan apetecibles como París, la Riviera, Viena o Venecia. Acomplejado por su propio aspecto algo bufonesco –en las fotos aparece como un ser diminuto con un puro en su boca casi más grande que él– Lubitsch se proyectaba en los mundos imaginarios que recreaba, imaginando que podía ser un apuesto galán seduciendo a las más bellas mujeres.

Como fue intérprete antes que realizador, tenía una notabilísima habilidad para comprender, motivar y orientar a los actores. Era conocido su hábito de explicar a los intérpretes cómo debían enfrentarse a una escena, personificando él mismo a modo de ejemplo los distintos caracteres. Logró los mejores trabajos de comediantas consagradas como Carole Lombard o Claudette Colbert, que siempre nos supieron hacer reír pero que nos llevaron a la carcajada cuando la batuta la llevó el berlinés.

Más llamativo resulta que consiguiera extraer una inesperada vis cómica de estrellas que desprendían habitualmente seriedad por todos sus poros. ¿.O no se quedaron atónitos cuando se rieron al ver a Greta Garbo, Margaret Sullavan, Charles Boyer o Jennifer Jones encarnando el sentido del humor de este genio del cine?

Nos ha resultado complicado pararnos a reflexionar sobre su filmografía porque es tan burbujeante que invita más bien a brindar a su salud con una copa de champagne, pero lo hemos intentado. Y ahora, toque de queda...