Tanto se está hablando de este libro que no he tenido más remedio que leerlo. No es gran literatura aunque me ha gustado mucho. 220 páginas. De una sentada. Pero antes de entrar en detalles quiero apuntar alguna cosa que me parece importante.
Al que escribe le da igual, exactamente, igual, que el texto al que se va a enfrentar, en el momento de abrir un libro, esté firmado por un hombre o una mujer. Hay tantos buenos escritores como buenas escritoras. Y los que suman en el haber de los mediocres o malos es, también muy parecido. Además, si cambiásemos el nombre del autor en cada portada de cada libro, todos esos volúmenes seguirían siendo lo que siempre fueron. Abrir debates sobre este asunto o sobre cualquiera que tenga que ver con majaderías me parece estéril y prescindible. Una buena novela lo es aunque esté escrita por un espíritu encarnado durante doce horas. Efectivamente, esto que acabo de escribir es una chorrada como creer que si se habla mal de una novela firmada por una mujer se hace al margen de su calidad literaria y solo teniendo en cuenta el sexo de la que lo firma. Todo esto lo digo porque el día que tenga que hablar mal de una novela o de un poemario escrito por una mujer no pienso tener remilgos para decir lo que piense. Y si es la de un hombre, tampoco. Comienza a ser una tortura tener que andar con tanto cuidado para decir algunas cosas.
Puestos a dejar las cosas medio claras, creo que sería mucho más acertado criticar a Juan Soto Ivars (autor de la reseña que ha levantado más polvareda y por la que se le ha llegado a tildar de maltratador) por otras razones. Cristina Fallarás o Silvia Nanclares se han hecho un lío y se han quedado ancladas en ese territorio de confrontación entre hombres y mujeres que, a veces, solo ellas tienen en su cabeza. Soto Ivar comienza su reseña diciendo: «La vida de los libros es imprevisible para el autor. Él los inventa, los trabaja, los publica, los deja ir y ellos se van, como los hijos, donde les parece». Lo hace sin mencionar que era Juan Eduardo Zúñiga el que decía eso y que, por otra parte, él lo sabe gracias a algún profesor de la Escuela de Madrid. Podría ser yo mismo aunque no lo recuerdo bien. Esto sí es criticable. Lo otro es una invención que emponzoña la realidad con ideas colocadas en los extremos de no sabemos bien qué cosa. Por último, Soto Ivars titula su reseña así: «La escritora roja que enamora a la gente de derechas», como si las novelas fueran mejores porque unos atienden a lo que dice y otros ignoran la obra, o como si los críticos literarios que escriben en ABC fueran unos fascistas incorregibles.
Dicho esto, vamos a lo importante. Y lo que interesa no es si el texto de la señora Simón le gusta a los votantes de Vox o molesta a los de Podemos. Lo que hay que saber es que Ana Iris Simón no escribe con el talento o la hondura de Virginia Woolf; que no es capaz de utilizar el aliento o el tono que Faulkner gastaba en Las palmeras salvajes. Es necesario saber que la señora Simón no pretende tal cosa. Ella escribe como sabe, como puede y como su capacidad técnica le permite. Es una escritora que escapa de artefactos rimbombantes convertidos en cajas vacías, que se limita a dibujar un universo completo porque es en el que aprendió a mirar cada cosa que se encontraba y que entiende a la perfección, y porque ha sido capaz de convertir eso en un cuento en el que vive instalada sin problema alguno. Como su padre.