Con la música se nos interpela, se nos llama la atención para que fijemos el foco en algo muy concreto, se nos cuentan cosas que van desde el nacimiento de un niño hasta la desaparición de los bosques pasando por una mirada a esa mujer que tanto le gustó al músico. La música, por tanto, tiene una carga expresiva descomunal; debe remover la consciencia y zarandear las sensaciones hasta que afloren con ímpetu para sobrecogernos. De nada sirve escuchar, tema tras tema, si no sentimos una emoción a punto de descontrolarse o completamente desbocada.
El Fernán Gómez de Madrid se volvía a llenar para recibir al contrabajista Javier Colina a los mandos de una banda llamada Lockdown. Sumaban siete y todos eran profesionales de enorme nivel. Albert Sanz al piano; Perico Sambeat (responsable de los arreglos) al saxo; con la trompeta un enorme Miron Rafajlovic; Santiago Cañada al trombón y una base rítmica portentosa que formaban Daniel García (batería) y Moisés Porro (percusión) junto, por supuesto, al líder del grupo.
Pudimos escuchar bebop, música de claro trazo latino, ritmos brasileños, hard bop y un par de gotas flamencas. Tres temas de Thelonious Monk («Think of one», «Teo» y «Brilliant Corners»); «Algumas coisas nâo mudam» de Bernardo Sasseti; «Juramento» de Miguel Matamoros; «La Chiva» de Antonio Arnedo; y «African market place» de Abdulah Ibrahim. Más el bis. Un repertorio que se reunía y se arreglaba durante buena parte del confinamiento.