Madrid sigue siendo una ciudad paralizada. Las placas de hielo son enormes, las caídas de hombres, mujeres, niños y ancianos, una constante. La pandemia se muestra terca y avanza sin compasión alguna. Madrid se ha convertido en el arquetipo de todo eso que no permite pensar a las personas atenazadas por la preocupación o el miedo. Y nada parece poder contener la desdicha colectiva.
Decía ayer Joyce DiDonato, sobre el escenario del Teatro Real de Madrid, que a veces le angustia encontrarse con preguntas en este mundo tan difícil y no dar con respuestas de ninguna clase. Y que, por supuesto, el único modo de obtener alguna explicación a las dudas la encuentra en la música, en ese territorio tan extraordinario en el que ella vive a diario. No es extraño que diga algo así puesto que en él mandan las emociones, en esos lugares el dibujo del universo se equilibra desde la mirada única y exclusiva de un artista, alguien que se hizo grande gracias a que fue capaz de descubrir una zona que antes era una enorme sobra y que el aclaró a base de corcheas, redondas, negras y calderones. Esto que dijo tiene mucho que ver con el trabajo que está haciendo el Teatro Real de Madrid desde que comenzó la pandemia. El Teatro Real se ha convertido en ejemplo a seguir en el mundo entero; el Teatro Real es el lugar en el que más empuja la cultura, en el que se proporcionan respuestas y un refugio en medio de este mundo tan hostil.
Por cierto, no me canso de decir que en España hay millones de personas deprimidas y todavía no lo sabemos. Ya son muchos meses, muchos muertos y mucho sufrimiento. Aunque siempre nos quedará la música y tardes tan mágicas como la de ayer.