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Actualizado: 25 may 2017 / 11:38 h.
  • La ciudad ‘casi perfecta’
    ‘Cápsula poética’; una instalación sonora auto portátil. / Concha García
  • La ciudad ‘casi perfecta’
    Entrada de la librería ‘La afición lectora’. / Concha García
  • La ciudad ‘casi perfecta’
    Una de las antiguas entradas a la ciudad. / Concha García

La ciudad de Vitoria-Gasteiz es la más escondida del país vasco -aunque en ella se encuentre la sede del Parlamento de Esuskadi- quizás porque no tiene mar, lo que la favorece para encontrar en ella varios anillos verdes que son el disfrute de caminantes urbanos. Me gusta pasear por el casco viejo, con su trazado medieval en forma de almendra y los restos de la muralla. A las once de la mañana hay muchas mujeres de mi edad. Algunas van solas, en pareja o en grupo. Te encuentras también con jóvenes musulmanas empujando el cochecito del bebé, y apenas diviso turistas, por eso en algunas calles escuchas el taconeo que se aleja. La ciudad medieval fue trazada en el s. XII, que después de ser fundada por Sancho VI, cayó en manos del rey de Castilla, Alfonso VII. No me voy a explayar en su historia, solo constato los siglos que pasaron. Me sorprende una placa de bronce donde leo que la Reina Isabel, en 1483, «juró observar y guardar los privilegios, franquezas y libertados y exenciones de la provincia». Fue la primera gobernante de la incipiente provincia que protegió la singularidad alavesa bajo juramento, respetando así las Juntas Generales.

Más discreta que otras, aunque sea la tercera con más renta de España, su reserva se nota en los bares y cafeterías, en la conservación de los edificios, en la singularidad de sus monumentos. Casi es perfecta. Continúo caminando hasta la calle Correría desde la plaza de la Virgen Blanca, un hermoso espacio en cuyo horizonte unas escaleras te llevan hasta la hornacina de estilo neoclásico con mármol de Mañaria, donde la virgen está a buen recaudo. La omnipresencia de la Iglesia es obvia, como en tantas ciudades españolas -si no véase la espléndida Catedral de Santa María, Patrimonio de la Humanidad-. Al llegar a la librería «La afición literaria», pequeña y selecta, me doy cuenta de que el local había pertenecido a antiguos judíos –también los echaron de la ciudad en el s. XV-. Luis Eguiluz, el joven propietario de la misma, me lo confirma. Sorprendida por su emprendimiento le pregunto si sabe cuántos lectores existen, me dice que un uno por ciento de la población es lectora, el porcentaje ha caído bastante en los últimos años y no cree que vaya a peor, tampoco a mejor. Las librerías han desaparecido de las calles del centro, invadidas por comercios clonados que te encuentras en cualquier ciudad. Algunas resisten al paso del tiempo, como la de la calle Landázuri, Jakintza, que en sus escaparates muestra varios libros de poesía. Mis paseos me llevan casi siempre a dos lugares; los cafés y las librerías. Como la cultura está dando señales de ser algo casi ajeno a los políticos que gobiernan, en Vitoria se celebra un festival de poesía que dura todo el mes de mayo. Elisa Rueda, poeta, sostiene el proyecto sin apenas avales institucionales. Sigo caminando y llego hasta la Biblioteca, situada en el magnífico parque romántico de La Florida, con árboles adquiridos en el s. XIX en la Exposición Universal de París en 1855. Como vulgarmente se dice, te quitan el hipo por su belleza y tamaños. Los pájaros ofrecen un concierto de trinos mientras subo la escalera. En el vestíbulo hay un artefacto de cartón llamado «Cápsula poética». Se trata de una instalación sonora auto portátil, según leo en el cartel. En la cápsula cabe justo una persona, la vibración del cartón irradia la voz de un poeta al detectar su cuerpo, en la intimidad de la alta tecnología de sensores. Escucho fragmentos en la voz de una mujer. Miguel Fernández es su inventor, poeta nacido en Gijón en 1952. La mayoría de los poemas que suenan son de su tierra. Me imagino esta cápsula en tantos lugares que mi fantasía delira. La sala de lectura está llena de jubilados, se respira paz. El paseo termina en un pequeño bar, mientras escucho a los voluntarios rapsodas del recital «versos propios y apropiados» que organiza la poeta Ángela Serna, en otra parte de la ciudad.