Green Book (2018) es una lección maravillosa de cómo hacer cine de corte clásico; una lección de cómo hacer que la forma narrativa sea independiente del fondo del relato aunque cada cosa sea complementaria de la otra; una lección de humor fino, elegante y atemporal; una lección sobre cómo contar algo ya sabido haciendo parecer que es novedad mundial. Y una lección de dirección actoral. No creo que sea necesario decir que, además, los amantes de la música estarán encantados con una banda sonora en la que se incluyen temas maravillosos de la música clásica y del jazz. Los pies se mueven sin parar desde el principio. Y no solo por la partitura sino porque la película en su conjunto desprende buen rollo, vitalidad y confianza en el ser humano a espuertas.
Green Book es una película que se construye desde la contraposición. Cada cosa tiene su contraria. Si se nos recuerda un estereotipo que se aplica o aplicaba a los afroamericanos, otro, esta vez sobre los italo norteamericanos que en los años sesenta vivían en nueva York, es presentado con gracia, con buen sentido del humor y en busca de la caricatura más saludable. La melancolía y la tristeza del pianista protagonista se enfrenta a las ganas de vivir y al optimismo del chófer. El caso es que el mundo siempre puede estar del revés dependiendo del punto de vista desde el que se mire.
Green Book es una road movie como todas las demás. Cuenta un viaje en el que lo importante no es el trayecto sino el aprendizaje, lo que sucede en ese viaje. Veremos aprender a los protagonistas, uno del otro. Irán evolucionando, creciendo entre prejuicios que siempre están salvo que todo lo ordene el amor o la amistad. Además, el pianista descubrirá que el mundo reservado a los hombres y mujeres negros del sur de los Estados Unidos de América era muy distinto al que ocupa él. El chófer hace el recorrido contrario. Así es Green Book.