Los confinamientos suelen ser aburridos y desesperantes. Además, se producen siempre por algo indeseado e indeseable. Pero, dicho esto, no son pocos los que han aprovechado ese tiempo para escribir, componer, reflexionar o cualquier otra actividad que ha convertido en provechoso un tiempo que parecía perdido desde antes de comenzar.
Uno de los casos en los que el confinado ha sabido aprovechar la experiencia de un mundo reducido, muchas veces en soledad, imposible de comprender y con apariencia eterna, ha sido el de Elisabeth Tova Bailey. Esta mujer, estando en una pequeña población en la que se estaba produciendo una epidemia de gripe, decide regresar a su domicilio. En el viaje de vuelta, su compañero de viaje, un cirujano, tose y estornuda sin parar. Termina postrada en la cama, tan cansada que no puede levantarse a coger un libro o a tomar un vaso de agua. Le diagnostican una fatiga crónica, primero; encefalomielitis, después: por último, una enfermedad mitocondrial. Y pasa meses y meses encerrada en una habitación. Algo pasó en aquella localidad, tal vez le contagió el cirujano o cualquier otra cosa.
Una amiga, encuentra un caracol en el camino cuando va a verla y se lo lleva a Elisabeth creyendo que le puede interesar. Y aquí comienza una experiencia de observación, de compañía inesperada, de progreso, de entendimiento de la realidad, que la autora ha convertido en un ensayo delicioso que habla de los límites para el ser humano, del concepto de tiempo, de las dudas y de las certezas. Se plantean temas de cierta profundidad que avalan algo muy sencillo: lo importante es que la vida siga evolucionando; da igual si los caracoles sueñan o no y si lograrán sobrevivir a la especie humana en el futuro.