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Actualizado: 22 dic 2016 / 21:54 h.
  • Naúfragos
    África vista desde Tarifa. / Acuarela de Julio Visconti Merino
  • Naúfragos
    Puerta Tarifa. / Acuarela de Julio Visconti Merino

El doctor miró a Leocadio con lástima sincera. No hizo falta hablar porque todo estaba claro; no se podía prorrogar el carnet de conducir al anciano que llegó confiando que todo sería como siempre había sido: unas letras en la pared, un volante de mentira y un tonto jueguito. Pero nada fue lo mismo esa vez: su pulso tembló, la vista estaba nublada y no recordó cómo usar los mandos para dirigir la bolita en la pantalla.

La recepcionista observó recelosa al viejo que no se marchaba. Permanecía arrugado en el sofá de la salita de espera, como si esperara que todo fuera un mal sueño. La mujer no tuvo corazón para echarle, pero anduvo inquieta por los destellos de rabia que veía en sus ojos, cada vez que entregaba papeles de renovación a un afortunado.

Cuando llegó la hora del almuerzo, no hubo conflicto: El hombre se despidió caballerosamente y se alejó tristísimo por una callejuela de Tarifa.

Leocadio lloraba por dentro. No volvería a pisar el acelerador de su «dos caballos» ni disfrutaría el aire zumbando por las ventanillas. De la noche a la mañana se había convertido en un miserable peatón y se detuvo junto a su leal compañero a motor para despedirse. Estaba aparcado justo en la entrada del arco y sintió ternura al acariciar su chapa colorada, plagada de cáncer de salitre.

Dejó la llave sobre el capó y rezó un padrenuestro mientras regresaba por el camino de la playa, rogando que alguien se atreviera a robarlo y así se ahorraba la grúa. Se demoró en un chiringuito observando el mar. Al atardecer regresó y le pareció su hogar más decrépito que nunca. Un yogur pasado de fecha fue lo único que encontró en la nevera, pero se lo tomó de todas formas.

Todo está caducado – pensó Leocadio – sobre todo yo.

Tras la frugal cena se asomó al balcón. El único lujo que disfrutaría hasta el final de sus días serían las vistas extraordinarias de otro continente. El estrecho estaba en calma y la noche se tragaría pronto las cumbres de África. Escuchó las olas rompiendo con fuerza y le consoló saber que seguirían allí cuando él se hubiera marchado.

De improviso una luz se hizo visible sobre la arena. Parecía una linterna y se movía cerca del agua. Aguzó la vista y observó la claridad oscilante hasta que desapareció tras unas rocas cercanas a su casa. Escuchó un lamento que le heló el corazón. Continuó oyéndolo a intervalos y parecía que algo se ahogaba; como si alguien sofocara el llanto de una boca desamparada.

A Leocadio no le fue difícil decidirse a bajar. En su vida no quedaba nadie y como nadie le lloraría se sintió valiente sin proponérselo. Pensó que lo peor que podría ocurrirle sería morir a manos de un desaprensivo. Imaginarlo le alivió; si sucedía se estaría ahorrando la decisión de hacerlo por si mismo, pero se puso el abrigo por si acaso arreciaba.

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Felisa escuchó el timbre y se sobresaltó. Se asomó a la mirilla y vio a su vecino mirándola fijamente. Nunca antes llamó a su puerta a pesar de que se habían hecho viejos entrando y saliendo por el mismo descansillo. Dudó si abrir, por lo avanzado de la hora, pero la curiosidad fue más fuerte que el pudor.

Leocadio apenas supo explicarse pero no hizo falta; ella reconoció los síntomas del que pide socorro y le siguió dejando su puerta abierta. Sobre una colchoneta en la destartalada cocina desconocida vio un muchacho que tiritaba de frío y deliraba. Su piel era oscura y apenas debía cumplir catorce o quince años. La mujer comprendió que su colindante no estaba preparado para semejante asunto y se puso manos a la obra sin hacer preguntas. Entró y salió frenéticamente de las dos moradas y las mantas de Felisa cubrieron las de Leocadio sobre el cuerpo inerte del africano. El hombre, que era niño todavía, se despertó y se enredó en las sabanas limpias de ella llorando de fiebre sobre el desvencijado colchón de él. Felisa llevó alimentos a la nevera vacía de él y optó por tirar a la basura la montaña de analgésicos pasados de fecha que encontró en los cajones.

Los dos vecinos se preguntaron muchas veces como habría llegado, pero no encontraron restos de naufragio ni papeles que testimoniaran su origen. Le velaron como a un hijo y durante ese tiempo olvidaron cerrar puertas en el descansillo solado de terrazo que los separaba al final de la empinada escalera.

Una mañana el africano se levantó fresco y sonrió a los que le observaban en sendas sillas de formica. El monólogo desenfrenado del chico, que no entendieron, fue el principio de una nueva vida para los tres. Le bautizaron José para que pudiera pronunciarlo y la alacena de Leocadio permaneció espléndida para alimentarle durante los meses que el muchacho tardó en alcanzar una altura vertiginosa. El chico se hizo adicto a las tortillitas de camarones y devolvía favores fregando a todas horas.

En sus hogares ya no hubo silencio, porque canciones y frases en un idioma desconocido sonaron sin descanso.

Poco a poco, los octogenarios aprendieron a abrazarle y el muchacho a dejarse besar y también a balbucear palabras que aprendía de los improvisados padres. Leocadio le enseñó a pescar y el oficio de las chapuzas mientras Felisa lo acogía en la cocina para desentrañar juntos el arte de la buena mesa hecha de sobras.

Cuando José aprendió a hablar, Felisa lo llevo de la mano hasta la ciencia de la lectura y la escritura.

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Una mañana de agosto José los invitó a gambas en un chiringuito atestado de la playa. Les contó que había encontrado trabajo estable en una obra de Cádiz y Felisa protestó porque sus papeles aún no estaban en regla, a pesar de haberse tragado los ahorros de las dos casas. José arguyó que al constructor no parecía importarle y que a él le preocupaba poco y se despidieron deshechos en lágrimas.

Le vieron marchar hermoso; como un dios incongruente en el autobús de línea. Cuando le perdieron de vista, regresaron. Ascendieron por las escaleras del bloque de pisos sin ascensor, en un silencio que les dio vértigo.

Nada se dijeron al llegar al descansillo porque, no estando el chico, no había mucho que hubieran aprendido a contarse. Las puertas se cerraron y la nevera de Leocadio volvió a estar tan vacía como silenciosa la casa de Felisa, pero ninguno llamó a la puerta del otro: Leocadio porque no sabría cómo decir que la amaba y además se estaba quedando ciego; Felisa porque una mujer no debe dar el primer paso y además empezaba a notar un cierto vacío en sus recuerdos recientes.

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Felisa y Leocadio se echaron de menos y lo arreglaron tomando la costumbre de citarse los jueves en un banco de la calle. Felisa lo anotaba en una hoja que colgaba en el espejo del baño para no olvidarlo y lograba acudir a casi todas las citas; Leocadio contaba los días con cruces en el calendario.

Al llegar, charlaban animadamente, comentando escenas en las que lo imaginaban regresando. Después ella leía en voz alta las cartas que José enviaba y los ojos de Leocadio no podían ver y él repetía lo leído tan pronto lo escuchaba porque sabía que ella acababa de olvidarlo.

Cada Nochebuena cenaban juntos, para que el chico los encontrara reunidos si aparecía. Una de esas noches de villancicos, cuando ya no lo esperaban, un gigante de piel oscura llamó a la puerta y se precipitó sobre ellos. Los apresó en un abrazo y los levantó del suelo provocando las lágrimas de Felisa, que iban y venían porque olvidaba y recordaba todo en uno. Leocadio, por su parte, palpaba el rostro querido con la misma ternura y asombro con la que el joven acariciaba el suyo roto de arrugas.

El hombre de hierro blandito bajó a Felisa por las escaleras, en volandas, y Leocadio los siguió como pudo, hasta un vehículo aparcado en la acera. José tocó el claxon, metiendo una mano por la ventanilla y Leocadio recorrió con sus manos la chapa colorada de su antiguo compañero a motor.

–No podré conducirlo. – Dijo Leocadio, con la sonrisa vacía de dientes – Pero me alegra que seas tú el que lo haga.

–Me hablaste tanto de este Renault que no podía volver hasta encontrarlo. – Respondió José satisfecho – vamos, montaos, le daré caña al acelerador.

Felisa se acomodó en el asiento trasero como por instinto y Leocadio lo hizo a su lado sin ponerse el cinturón. Cuando cogieron velocidad, por la carretera paralela a la costa, la luna los iluminó y el anciano recibió la brisa sobre su rostro; se sintió joven otra vez, fuerte como el hombre que empieza a vivir. Fue entonces cuando sacó una de sus manos por la ventanilla abierta, para que luchara contra el aire del estrecho, con Felisa acurrucada en su hombro.

Le susurró al oído que la quería con toda el alma y por un instante ella lo entendió. Tomó la mano de él, sumergida en un amor intenso, como el primero. Segundos después olvidó y retiró la mano asustada.

El repitió el susurro y ella lo reconoció para otra vez olvidar.

Leocadio tuvo la certeza de que lo suyo sería un amor eterno que empezaría con las mismas palabras cada vez; un sentimiento siempre nuevo; una de esas emociones que siempre parecen nuevas y no caducan.

José lo veía suceder por el retrovisor y alargaba el tiempo, conduciendo despacio hacia ninguna parte.