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Actualizado: 24 may 2020 / 19:10 h.
  • Marilyn Monroe.
    Marilyn Monroe.

El ser humano anhela un mundo siempre soñado. Algo que se parezca a ese lugar, tantas veces dibujado en la consciencia, en el que el control es cosa de las personas y sólo de ellas, algo que se parezca al lugar en el que los hombres y mujeres son sumamente importantes, al lugar que se convierte en refugio para la vida entera, para la condición humana. Pero, sobre todo, un lugar en el que podamos creer. Creer en ese mundo o en cualquier otra cosa. Por eso existen las religiones o las ideologías. Las primeras son la herramienta con la que renunciamos a pelear por lo temporal y con las que decidimos que la única opción es lo eterno y espiritual; las ideologías son los diferentes órdenes que una persona puede llegar a imaginar para convertir el mundo en un lugar lleno de maravillas. Aunque estas, ideologías y religiones, suelen fallar o desgastarse y no terminan haciendo su labor a plena satisfacción. Las dudas o llevar a cabo proyectos utópicos fracasando, provocan un trabajo de reciclaje personal muy costoso al que no cualquiera está dispuesto. Por eso, entre otras cosas, tenemos cerca la literatura. Un valor seguro.

La única forma de dominar el universo es convertirlo en un objeto manejable, en una representación en la que nada ni nadie, que no sea uno mismo, tenga fuerza suficiente como para ordenarlo alejándolo del deseo propio. Un cosmos revisado para que se ajuste a la medida exacta, un pedazo de caos convertido en territorio útil para existir de forma cómoda o placentera.

Eso es lo que encontramos en los libros. Un mundo dictado de la talla del que escribe y, tal vez, del que lo lee. Un tiempo con principio y final, escenarios que no llegaríamos a conocer de otra forma, personajes amados u odiados con los que nos relacionamos sin peligro. Aunque universos mentirosos que nos muestran lo deseado y nunca alcanzable. Se incorpora el relato como una enorme mentira convertida en anhelada certeza puesto que, si el lector así lo quiere, queda integrado en su yo. Es una especie de contrato que se firma al abrir el volumen y comenzar a leer. Porque necesitamos creer y, con la literatura, somos capaces de conseguirlo. Bien en nosotros, bien en nuestros fantasmas o en nuestras grandezas. En lo nuestro y en lo de todos. La ficción es eso que nos permite imaginar que otro mundo podría llegar a ser real, porque, aun siendo una colosal mentira, lo hacemos nuestro como elemento que consiente una explicación minuciosa de la realidad. Abrir un libro es enfrentarse a algo que nos puede entusiasmar o que puede provocar estragos en la consciencia, pero, al fin y al cabo, un mundo que buscamos como posibilidad, como alternativa a lo que somos. Una experiencia que se convierte en certeza aun sin conocerla. A diferencia de alguna otra cosa, no podemos tocar ese universo, pero lo pensamos sin dudas. No cabe posibilidad alguna que no sea la realidad que nos reserva un hueco exclusivo.

Razones para leer. Razones por las que se lee
Charles Chaplin.

Pero, además de todo esto, leer es enfrentarse al lenguaje; al aprendizaje de estructuras, casi siempre, más complejas que las utilizadas habitualmente por el lector. Al lenguaje como herramienta fundamental en nuestro desarrollo. Porque el lenguaje literario es expresivo y eso tiene que ver, no sólo con lo que se lee sino con la implicación que el lector desarrolla con lo leído. En literatura, un silencio es significativo; no se dice todo y el lector se ve obligado a imaginar para saber; no se hacen inventarios de sentimientos para poder experimentar (sin nombrar la felicidad y el hartazgo del personaje en la buena literatura sentimos lo que los personajes, sin que nos hablen de forma explícita de esto o aquello); la intención del narrador hay que intuirla; los personajes se configuraran desde un par de rasgos que son suficientes para que desarrollen una vida propia en el lector. No se trata de un mero entretenimiento. Leer es vivir otros mundos, transitar caminos trazados a golpe de símbolo. Leer es experimentar en otros (no tanto conocer la experiencias de otros) porque, así, podemos hacer nuestras sus experiencias. Incluso las que nos esperan y que no alcanzamos a imaginar si no es enfrentados a un texto en el que los personajes se enfrentan a lo desconocido (por ejemplo, la misma muerte). Leer es enfrentarse a uno mismo. Para lo bueno y para lo malo. No se me ocurre nada tan divertido como la de modificar el pensamiento viéndonos reflejados en la vida de otro aunque ese otro sea pura ficción. Y es que leer es modificar nuestra existencia, lo más íntimo que nos construye y nos sostiene.

Leer es, por tanto, enfrentarse a la reflexión; sobre lo cotidiano convertido en extraordinario, sobre lo extraordinario que se coloca junto a la normalidad.

Después de decir todo esto, me veo casi en la obligación de rechazar las lecturas obligatorias, las obsesiones de los padres con la lectura de los jóvenes y niños, con ese leer impostado que llega a premiarse como si se tratase de un mortal carpado con tirabuzón. Localizar un lugar en el cosmos, ordenarlo y asimilarlo como propio no puede ser algo obligado. Si no es un descubrimiento personal se queda en casi nada. No es problema si un niño lee un poco más o un poco menos. Lo importante es señalar el camino de la lectura auténtica, dejar que sea el tiempo el que coloque cada cosa en su sitio. Como obligación, como esfuerzo, la lectura puede llegar a ser lo contrario de lo deseado. Cada libro tiene su tiempo. ¿Recuerdan cuando tuvieron que leer El Quijote con quince o dieciséis años? Esas lecturas prematuras y obligadas suelen terminan convertidas en un resumen copiado de la solapa del libro. Prueben ahora si tienen más de treinta. A ver qué pasa. Los libros que llegan en el momento justo son los buenos libros porque, además de las cuestiones técnicas, un libro lo hace bueno el lector al disfrutar con él, al leerlo con calma. Naturalmente, puede que un mal relato guste. No hay problema. El criterio del lector se forma con todo tipo de literatura. Y, como en todas las cosas, el que aprende pasa por lo bueno, lo malo y lo excelente.

Del mismo modo, hay que advertir que no leer, que tomar la lectura como lo peor que le ha pasado a uno, es nefasto. Piensen que el lenguaje es uno de los valores más sólidos de los que dispone el ser humano, que sin él no somos nada. Si el hombre es lenguaje, los libros son las cantimploras necesarias para cruzar ese desierto que llamamos vida; los libros son parte de esos oasis que llamamos felicidad.

Razones para leer. Razones por las que se lee
Sean Connery.

El ser humano anhela un mundo siempre soñado. Algo que se parezca a ese lugar, tantas veces dibujado en la consciencia, en el que el control es cosa de las personas y sólo de ellas, algo que se parezca al lugar en el que los hombres y mujeres son sumamente importantes, al lugar que se convierte en refugio para la vida entera, para la condición humana. Pero, sobre todo, un lugar en el que podamos creer. Creer en ese mundo o en cualquier otra cosa. Por eso existen las religiones o las ideologías. Las primeras son la herramienta con la que renunciamos a pelear por lo temporal y con las que decidimos que la única opción es lo eterno y espiritual; las ideologías son los diferentes órdenes que una persona puede llegar a imaginar para convertir el mundo en un lugar lleno de maravillas. Aunque estas, ideologías y religiones, suelen fallar o desgastarse y no terminan haciendo su labor a plena satisfacción. Las dudas o llevar a cabo proyectos utópicos fracasando, provocan un trabajo de reciclaje personal muy costoso al que no cualquiera está dispuesto. Por eso, entre otras cosas, tenemos cerca la literatura. Un valor seguro.

La única forma de dominar el universo es convertirlo en un objeto manejable, en una representación en la que nada ni nadie, que no sea uno mismo, tenga fuerza suficiente como para ordenarlo alejándolo del deseo propio. Un cosmos revisado para que se ajuste a la medida exacta, un pedazo de caos convertido en territorio útil para existir de forma cómoda o placentera.

Eso es lo que encontramos en los libros. Un mundo dictado de la talla del que escribe y, tal vez, del que lo lee. Un tiempo con principio y final, escenarios que no llegaríamos a conocer de otra forma, personajes amados u odiados con los que nos relacionamos sin peligro. Aunque universos mentirosos que nos muestran lo deseado y nunca alcanzable. Se incorpora el relato como una enorme mentira convertida en anhelada certeza puesto que, si el lector así lo quiere, queda integrado en su yo. Es una especie de contrato que se firma al abrir el volumen y comenzar a leer. Porque necesitamos creer y, con la literatura, somos capaces de conseguirlo. Bien en nosotros, bien en nuestros fantasmas o en nuestras grandezas. En lo nuestro y en lo de todos. La ficción es eso que nos permite imaginar que otro mundo podría llegar a ser real, porque, aun siendo una colosal mentira, lo hacemos nuestro como elemento que consiente una explicación minuciosa de la realidad. Abrir un libro es enfrentarse a algo que nos puede entusiasmar o que puede provocar estragos en la consciencia, pero, al fin y al cabo, un mundo que buscamos como posibilidad, como alternativa a lo que somos. Una experiencia que se convierte en certeza aun sin conocerla. A diferencia de alguna otra cosa, no podemos tocar ese universo, pero lo pensamos sin dudas. No cabe posibilidad alguna que no sea la realidad que nos reserva un hueco exclusivo.

Pero, además de todo esto, leer es enfrentarse al lenguaje; al aprendizaje de estructuras, casi siempre, más complejas que las utilizadas habitualmente por el lector. Al lenguaje como herramienta fundamental en nuestro desarrollo. Porque el lenguaje literario es expresivo y eso tiene que ver, no sólo con lo que se lee sino con la implicación que el lector desarrolla con lo leído. En literatura, un silencio es significativo; no se dice todo y el lector se ve obligado a imaginar para saber; no se hacen inventarios de sentimientos para poder experimentar (sin nombrar la felicidad y el hartazgo del personaje en la buena literatura sentimos lo que los personajes, sin que nos hablen de forma explícita de esto o aquello); la intención del narrador hay que intuirla; los personajes se configuraran desde un par de rasgos que son suficientes para que desarrollen una vida propia en el lector. No se trata de un mero entretenimiento. Leer es vivir otros mundos, transitar caminos trazados a golpe de símbolo. Leer es experimentar en otros (no tanto conocer la experiencias de otros) porque, así, podemos hacer nuestras sus experiencias. Incluso las que nos esperan y que no alcanzamos a imaginar si no es enfrentados a un texto en el que los personajes se enfrentan a lo desconocido (por ejemplo, la misma muerte). Leer es enfrentarse a uno mismo. Para lo bueno y para lo malo. No se me ocurre nada tan divertido como la de modificar el pensamiento viéndonos reflejados en la vida de otro aunque ese otro sea pura ficción. Y es que leer es modificar nuestra existencia, lo más íntimo que nos construye y nos sostiene.

Leer es, por tanto, enfrentarse a la reflexión; sobre lo cotidiano convertido en extraordinario, sobre lo extraordinario que se coloca junto a la normalidad.

Después de decir todo esto, me veo casi en la obligación de rechazar las lecturas obligatorias, las obsesiones de los padres con la lectura de los jóvenes y niños, con ese leer impostado que llega a premiarse como si se tratase de un mortal carpado con tirabuzón. Localizar un lugar en el cosmos, ordenarlo y asimilarlo como propio no puede ser algo obligado. Si no es un descubrimiento personal se queda en casi nada. No es problema si un niño lee un poco más o un poco menos. Lo importante es señalar el camino de la lectura auténtica, dejar que sea el tiempo el que coloque cada cosa en su sitio. Como obligación, como esfuerzo, la lectura puede llegar a ser lo contrario de lo deseado. Cada libro tiene su tiempo. ¿Recuerdan cuando tuvieron que leer El Quijote con quince o dieciséis años? Esas lecturas prematuras y obligadas suelen terminan convertidas en un resumen copiado de la solapa del libro. Prueben ahora si tienen más de treinta. A ver qué pasa. Los libros que llegan en el momento justo son los buenos libros porque, además de las cuestiones técnicas, un libro lo hace bueno el lector al disfrutar con él, al leerlo con calma. Naturalmente, puede que un mal relato guste. No hay problema. El criterio del lector se forma con todo tipo de literatura. Y, como en todas las cosas, el que aprende pasa por lo bueno, lo malo y lo excelente.

Del mismo modo, hay que advertir que no leer, que tomar la lectura como lo peor que le ha pasado a uno, es nefasto. Piensen que el lenguaje es uno de los valores más sólidos de los que dispone el ser humano, que sin él no somos nada. Si el hombre es lenguaje, los libros son las cantimploras necesarias para cruzar ese desierto que llamamos vida; los libros son parte de esos oasis que llamamos felicidad.