Lo que más le importaba a Wilder, al haber sido escritor antes que realizador, era la historia. Todo estaba al servicio de la misma y por ello, los factores clave para él eran tanto el guion como las interpretaciones, en la medida en que éstas podían realzar su texto o restarle valor. De hecho, la filmografía de este cineasta permanece en nuestro recuerdo sobre todo por el brillo de estos elementos y no porque hiciera innovadores malabares con la cámara.
Así, el argumento, los diálogos y la actuación de Charles Laugthon son lo que más recordamos de «Testigo de cargo» («Witness for the prosecution», 1957). En esta película se unió la enorme habilidad de Wilder a una de las plumas que mejor ha sabido atrapar a los lectores, Agatha Christie. La reina del crimen había convertido en obra teatral uno de sus relatos cortos y Wilder escribió el guión adaptado junto con Harry Kurnitz. Respetaron completamente la historia de la popular autora, pues eran conscientes de que hubiera sido vano intentar superarle en la elaboración de un entramado criminal. Sin embargo, mejoraron el trazado de varios personajes, ya que sabían que la construcción de caracteres era en ocasiones el punto más débil de la escritora. Además, introdujeron elementos humorísticos ausentes de la pieza teatral, que sumados a la apasionante trama, hacen de esta película un entretenimiento de primer orden.
Los hechos transcurren en Londres donde un reputado abogado penalista, Sir Wilfred (Charles Laughton) vuelve a su casa, tras un ataque al corazón debido a sus excesos. Los médicos le han prohibido que lleve casos que le generen emociones fuertes, pero no es capaz de resistirse a asumir la defensa aparentemente perdida de Leonard Vole (Tyrone Power), al que se le imputa haber asesinado a una rica viuda. Sorprendentemente, la esposa de Vole (Marlene Dietrich), en lugar de actuar a favor de la defensa, se ofrece como testigo de cargo para contribuir a su condena. A partir de ahí, la trama da una serie de sorprendentes giros argumentales, que dejan al espectador pegado a la butaca.
Sir Wilfred fue una de las mejores interpretaciones en pantalla del genial Laughton. El guión se lo puso en bandeja de plata, dándole infinidad de situaciones y frases agudas para lucirse, tanto en las facetas más serias como en las más humorísticas de la obra. En lo relativo a las escenas dramáticas, destacan las que acontecen en la sala de audiencias, pues todos los alegatos que el actor va enhebrando son monumentos a la oratoria y sus interrogatorios y protestas están plagados de ingenio y de pasmosa elocuencia. En el apartado más cómico, vemos divertidísimos cómo el abogado se resiste con mohines casi infantiles a cumplir las prescripciones médicas y cómo va escondiendo con aire travieso puros y licores en los lugares más insospechados, dándole esquinazo a su enfermera. Este gracioso personaje, que no existía en la obra de teatro pero que Wilder incluyó para reforzar los aspectos amenos del conjunto, fue encarnado por la eficaz Elsa Lanchester, mujer de Laughton en la vida real.
El director dijo de este británico de rotunda apariencia que era el mejor actor que existió nunca y que le ofreció todo lo que se puede soñar multiplicado por diez. Al parecer, en los ensayos de una escena, era capaz de realizar una veintena de variaciones, a cual más brillante. Aunque los espectadores sólo podemos ver el resultado final, no se nos escapa la versatilidad del intérprete, dados los abundantes matices e inflexiones de su impresionante voz, la magnética expresividad de su carnoso rostro y su inagotable gestualidad corporal. Una buena idea de Wilder fue caracterizar a Sir Wilfred con un monóculo que empleaba para observar inquisitivamente a los testigos y que se utilizó para dar un sesgo especial al desenlace de la película.