Peter Wellington intentó en «Una boda sangrienta» («Cottage Country», 2013) construir un producto que oscilase entre la carcajada y el terror. Pero Wellington consiguió una película que no oscilaba, ni se quedaba claramente en un lado o en el otro. Y una película en medio de ninguna parte es lo peor que pueda pasar. Nada lleva peor el espectador que no saber qué le cuentan, no entender nada de la propuesta.
Falla el guion y eso es fundamental. Salvo un par de escenas, absolutamente todo resulta anodino, forzado y algo estúpido. Un tipo, Todd, que parece locamente enamorado de su prometida, Cammie, quiere pasar un fin de semana en casa de sus padres. Está situada en un lugar idílico. Al llegar coinciden con el hermano de Todd que es alocado e impertinente. A partir de ese momento todo se descontrola y se enreda. Asesinatos, droga, más asesinatos y un desenlace previsible a más no poder.