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Actualizado: 07 ene 2016 / 18:36 h.
  • Los diez ‘reinos’ del Castillo
    Panorámica de la ‘capital’ del ‘reino’ de El Castillo de Las Guardas, completamente cubierto por la extensa arboleda. / El Correo
  • Los diez ‘reinos’ del Castillo
    Daniel golpea el esférico en el solitario campo de fútbol de Archidona. / F.J.D.

Altanero y soberbio se erige El Castillo de las Guardas, alzando hasta lo más alto y elevado del terreno la torre de la parroquia de San Juan. Una fortaleza inexpugnable a la que diez baluartes defienden desde todos los flancos. Es la singularidad de este pueblo del norte sevillano, a cuyo núcleo principal se unen diez pedanías o aldeas –hasta una docena si se cuentan entidades menores– y que lo dotan de una peculiar diseminación geográfica y una particular idiosincrasia.

Cuarenta y cinco minutos separan a la capital hispalense de este feudo castillero, que se extiende por 260 kilómetros cuadrados de virgen naturaleza. Los desniveles que la orografía presta a la carretera nacional abren en el horizonte retazos de azahar en este inusual y cálido invierno, entre el inmenso y politonal verde de cerros y colinas. Poco más de 1.500 vecinos, según los datos municipales, es la cifra que complementa estas matemáticas dispersas, que dividen de forma desigual núcleos de población de 2, 5, 18, 63 o 833 habitantes. A esta familia de El Castillo de las Guardas la completan Archidona, Arroyo de la Plata, El Cañuelo, El Peralejo –Bajo y Alto–, La Alcornocosa, La Aulaga, Las Cañadillas, Las Cortecillas, Peroamigo y Valdeflores. A estas pedanías (que para ser tal han de contar con todos los servicios municipales) se unen Minas del Castillo –un asentamiento en torno a un núcleo minero– y otros cortijos y urbanizaciones que suman hasta 87 vecinos.

Históricamente, El Castillo de las Guardas se ha desarrollado dividido en distintos núcleos. Nadie sabe dar una explicación cierta. Quizás las labores agrícolas y ganaderas, o tal vez asentamientos prehistóricos mantenidos hasta la actualidad –existe un dolmen en la pedanía de Las Cañadillas–. El caso es que, a día de hoy la localidad se encuentra desmembrada, aunque no por ello desunida. Si en tiempos pasados el sentimiento de pertenencia a la aldea era más fuerte, hoy en día queda superado –aunque no olvidado– por el sentimiento de ser castillero.

Arroyo de la Plata es el centinela vigilante, la antesala al núcleo principal, y la primera de las pedanías en población. La N-433 es su arteria principal, de la que se beneficia y la que la ha dotado de mayores servicios, aprovechando el caudal de visitantes que utilizan esta ruta. Bares y restaurantes, tiendas, y una pequeña iglesia de piedra con máquinas de aire acondicionado en su exterior dan la bienvenida al prólogo de aldeas que circundan a la cabeza de este reino desperdigado. Un hito en la carretera y en la población, pues prácticamente es la única que cuenta con negocios en su perímetro. En las demás hermanas de esta familia, la subsistencia pasa por otras vías.

A sus 188 habitantes le siguen los 108 de Valdeflores –en el extremo contrario, beneficiándose también del paso de la carretera nacional– y los 65 vecinos de La Aulaga. A partir de aquí, todas reducen su extensión, hasta cifras tan simbólicas como los cinco de Las Cañadillas o los dos de El Alisar. Números que sugieren abandono, en una realidad bien distinta. Calles y casas cuidadas, usadas muchas como segunda residencia para descansos y períodos vacacionales. Señales para regular el –inexistente– tráfico, farolas, contenedores e incluso algún edificio comunitario dan muestras del ímprobo esfuerzo municipal por dotar a todas las aldeas de los servicios básicos y necesarios, multiplicándolos por diez.

Para muestra y botón de la curiosidad, mejor cuantificar en números toda esta singularidad. «Si lo normal para una población de similar número de habitantes sería tener en torno a 200 farolas, El Castillo reparte 968 entre El Castillo y sus pedanías», señala Gonzalo Domínguez, el regidor de este amplio reino.

En las pedanías existe la vida, aunque las solitarias calles intenten demostrar todo lo contrario. Y paradógicamente, en ellas no existe la muerte. Al menos así lo aparentan, pues en ninguna hay cementerio, que intitulado como Campo Santo en un rótulo de azulejos, se ubica en los bordes exteriores de El Castillo. Porque aunque todas tengan su entidad y su personalidad, para vivir –y morir– hay que ir a la cabeza visible de esta familia poblacional. En las pedanías y aldeas no hay tiendas, bancos, centros de salud, farmacias ni ningún tipo de servicio más allá de la luz, el agua y la recogida de basuras. Panaderos, fruteros, pescaderos y demás comercio ambulante hacen la ruta, acercando a los vecinos todos aquellos bienes de primera necesidad. Práctica en desuso tanto por el descenso de población como por la posibilidad de movilidad que ya tienen los vecinos.

Presentarse ante las hijas de El Castillo supone una enriquecedora experiencia y un reencuentro con la naturaleza y la sencillez, que muchas personas desconocen. Sobre todo, por el inmenso placer de llenarse en la delicia de paisajes únicos, silenciosos, donde el más mínimo detalle sonoro desborda como una ola cualquier confín en muchos metros a la redonda. Así ocurre en El Cañuelo, cuya carretera, un ramal de la nacional, solo existe para acceder a él. Chimeneas y placas solares comparten los tejados, en una puja entre tradición y modernidad. De no ser por los adornos navideños en alguna fachada, superpuestos a la universal imagen en azulejos de la Esperanza Macarena, podría decirse que no hay más habitantes que los gatos que sestean al sol con mirada desconfiada. Ni rastro de los 21 habitantes que constan en el censo municipal. Papeleras y farolas ajenas al diseño evocan un viaje en el tiempo hasta décadas atrás.

A unos kilómetros, Daniel es portero, delantero y central en el partido de fútbol que disputa contra sí mismo, en un baldío de barro y dos vetustas porterías en Archidona. La aldea se despereza entre nieblas, en la carretera sin salida que conduce hasta ella, en un supuesto núcleo donde «hay muchos niños», según el futbolista amateur, aunque él parezca el único habitante de este desconcertante paraje, donde el aire húmedo se combina con los olores de la naturaleza.

Otra de las más singulares es Las Cañadillas. Para llegar hasta allí hay que tomar la carretera entre El Castillo y Aznalcóllar, por la que difícilmente transitan dos vehículos en cada sentido. Un desvío aún menor lleva hasta la pedanía, en la que están censadas cinco personas. El silencio y el vacío reinan, como en las demás, entre casas y chalets con piscinas. Deshabitado, pero no abandonado. Manuel Pavón nació aquí. Con 70 años, jubilado y soltero no vislumbra la vida más allá de su aldea. «Más abajo vive un enfermero. Allí una abogada, solo vienen por las noches y los fines de semana, así que no estoy solo. Mis sobrinos vienen a verme y me traen lo que necesito. Cuando me vaya será en la caja y con los pies por delante». Restos prehistóricos y multitud de especies arbóreas desconocidas para cualquier lego en botánica confieren a este enclave un atractivo tan peculiar que en vacaciones es un destino cotizado. Bonitas calles de cuestas y recodos, desiertas y silenciosas, con la única presencia perenne de Manuel.

La conclusión a la pervivencia de estos núcleos la pone Juan Díaz. Vecino de El Castillo, viene a Las Cañadillas de visita, en esta ocasión con uno de sus nietos, a mantener vivas las raíces. Sentencia con sabiduría de años que «las pedanías no se van a despoblar. El futuro está en ellas. Aquí puedes cultivar la tierra. Puedes criar un cerdo y tener carne todo el año. Criar una cabra o gallinas y a diario tendrás leche y huevos. Eso en la ciudad no se puede hacer. Y tal y como están las cosas... lo mismo pasan generaciones, pero el futuro está en estas pedanías».

Y aunque sea solo por disfrutar de esa vuelta al origen, larga vida pues a los reinos de El Castillo.

VEHÍCULO EN COMÚN, PERO FIESTAS PROPIAS

Hubo un tiempo que en El Castillo de las Guardas había un autobús que, un día a la semana, hacía ruta entre las diez pedanías existentes y la capital de este reino. Hoy en día, esa labor la realiza un vehículo municipal, que se emplea a demanda de los usuarios que lo soliciten. También a los que acercan –sobre todo a las personas mayores– los jueves a hacer gestiones a El Castillo. Eso sí, pese a esta dispersión y distancia, la mayoría de estas pedanías no renuncian a sus propias fiestas. Ahí están las romerías en mayo en Arroyo de la Plata y El Cañuelo, o las fiestas que tienen lugar en julio en El Peralejo, La Alcornocosa, La Aulaga y Valdeflores.