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Actualizado: 21 ene 2022 / 10:59 h.
  • Aire de Roma andaluza para el ciclo Gran Sinfónico de la ROSS
    Imagen de @marinacasanova8

En plena sexta ola de esta pandemia a la que también la Cultura le planta su máxima resistencia, y tal vez en la noche más fría de este enero en el que persiste la luna llena, han sido más que significativos el casi lleno del Maestranza gracias a un público agradecido con cada gesto en el escenario; la pasión contagiosa de un director tan prestigioso a nivel mundial como el italiano Giuseppe Finzi, la belleza nívea de una violinista tan virtuosa como la joven ucraniana Anasttasiya Petryshak, a la sazón italiana musicalmente hablando, y por supuesto la recurrente factura de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, con un centenar de músicos empeñados en dar lo mejor de sí mismos para un programa generoso de luz meridional y cuyo sonido nos ha transportado por un collage de reminiscencias clásicas, románticas y hasta gitanas a lo largo y ancho de este viejo mundo que nace de la Roma imperial y concluye con valientes propuestas como la del maestro cordobés Rafael Cañete Celestino.

Ocurrió anoche, pero esta noche se repite. Para que luego digan que los trenes solo pasan una vez, o que no avisamos. El concierto se abrió precisamente con la Fantasía Sonora nº 3 del también profesor del Conservatorio profesional de Música de Sanlúcar la Mayor. Cañete Celestino, que se inició en la música estudiando violín en su Córdoba natal, no cabía en sí de orgullo, naturalmente, al abrir con su composición un espectáculo en el que uno de los más excelsos ingredientes iba a ser la violinista. En su première mundial –que viene después de una primera, en 2013, construida sobre un poema de Bukowski, y de una segunda basada en los Caprichos de Goya- el eclecticismo propio de su esencia compositora no estaba reñido con el áurea clásica que envolvía a la orquesta en su propia comodidad ejecutora, empezando por las cuerdas, continuando por los metales y terminando, por supuesto, por el propio Finzi, al que se le notaba un dominio de la obra que no era casual. Tampoco debe de serlo la propia inclusión de la pieza en un menú explicado previamente a los voluntarios asistentes por el director-gerente de la ROSS, Pedro Vázquez.

Desde luego, la inspiración en el encuentro de dos culturas remotas, la fenicia y la tartésica, por ejemplo, con sus lánguidas fusiones de sonidos a veces, su explosión de imágenes sonoras otras, daban la medida exacta de un universo musical globalizado no tanto en el espacio sincrónico como en el tiempo abierto de par en par al eclecticismo que solo una propuesta orquestal de hoy puede amalgamar entre lo fervientemente onírico, lo rotundamente clásico y lo atrevidamente cinematográfico. Son correctas y hasta deseables estas oportunidades que la ROSS le brinda a la música literalmente contemporánea, a los maestros andaluces que lo merecen y a un público al que no le viene mal acostumbrarse a aplaudir también sonidos absolutamente vírgenes en sus oídos. A Rafael Cañete se le vio luego satisfecho, no solo recibiendo el merecido aplauso para el que el director lo sacó expresamente, sino incluso firmando autógrafos en el programa de mano para gente consciente de la importancia de lo vivido anoche.

El acierto de Ravel

Maurice Ravel cabe en todas partes. Y en su rapsódica obra, que evocaba anoche los melancólicos aires húngaros, Tzigane –“gitano” en francés- precisaba justamente del violín de Anastasiya Petryshak para recrear -con la fantasía a la que también contribuía decisivamente su vestido- esa bohemia que casa tan bien con la recreación étnica tan del gusto del compositor francés, antes y después de haber compuesto su inolvidable Bolero. La rapsodia de concierto para violín y orquesta dejaba al primero gran libertad en la modulación de su intensidad expresiva, Petryshak se sentía en su salsa, y el público también, encantado con la fabulosa dificultad que no parecía tal en los dedos de la violinista, espléndida de trinos, arpegios y hasta violentos pizzicatos que recordaban a la deriva de ciertas almas sobre los afilados hielos del Danubio allá en las inspiraciones de un Bartók o un Listz.

El concierto fue abriéndole al público definitivamente el apetito cuando sonó la Introducción y rondó caprichoso de Camille Saint-Saëns. No en vano se trataba de otra fantasía, más colorista que la del principio de Cañete, y más propicia para que el violín se luciera caprichosamente mientras el resto de la orquesta se licuaba en sus propios arabescos, tan en consonancia para una noche italo-española en la que la música subrayaba la hondura heterodoxa del vibrante suelo que pisamos.

Poemas sinfónicos y sorpresa

El plato fuerte de la noche llegó tras el breve descanso. Roma volvió a respirar en Sevilla, bajo la batuta de un director que saltó del Teatro alla Scala de Milán a la Ópera de San Francisco con La Bohéme, que ha viajado por medio mundo, desde Alemania a Corea, pero que siente el pálpito de la eterna ciudad de los césares y los papas y que por eso no pudo elegir mejor colofón que el proporcionado por Ottorino Respighi, el compositor de esos dos enormes poemas sinfónicos que se titulan Las fuentes de Roma, de 1916, y Los pinos de Roma, de 1924. Primero sonaron los cuadros de las fuentes: la fontana del Valle Giulia al amanecer, que dio paso sin apenas solución de continuidad, un poco meno allegretto, a la fuente Tritón, y luego, allegro vivace, la fuente de Trevi al mediodía. Es hermoso escuchar cómo una fuente, la de Villa Medici, puede sonar con toda la delicadeza de la que es capaz una orquesta, también al atardecer... Aunque, por mucha delicadeza que imprimiera este primer poema sinfónico, con el que el público terminó de reaccionar para sentir el aire de Roma andaluza fue con Los Pinos, con los que fue transitando de una alegría trinadora al principio a una grave solemnidad a continuación.

La intervención de la celesta supuso el último golpe de gracia melódico antes del aleteo del ruiseñor que anunciaba el alba con el protagonismo de los vientos metales, que fueron inundando, por sorpresa, también el patio de butacas, por todos los puntos cardinales desde los que no los esperaba el público, que absolutamente inmerso en la marcialidad de la música acompañó a sus intérpretes bajo la noble hilera de pinos de la vía Appia. Al salir a la calle, tras casi dos horas de música que no habían pesado, también los naranjos sevillanos, ingrávidos en la penumbra, rezumaban un perfume latino difícil de disipar.