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Actualizado: 14 ago 2022 / 12:02 h.
  • Catorce versos dicen que es amor

Un soneto me manda hacer Violante, / que en mi vida me he visto en tanto aprieto”, escribió ya en el Barroco, en tono didáctico y de burla, el único artista español de la palabra capaz de moldearla a su antojo en el género que se terciara, Lope de Vega. “Catorce versos dicen que es soneto, / burla burlando van los tres delante”, añadía, y así tuvo, sin querer queriendo, el primer cuarteto de una composición poética que había nacido en Italia en pleno siglo XIII y que no asomó por la Península Ibérica hasta casi dos siglos después, cuando Francesco Petrarca le había dedicado a su amor, Laura, los más celebrados sonetos amorosos que una relación puede ir configurando -desde el brote que supone la primera mirada hasta la muerte- y por estos lares lo había intentado con preciosista voluntad Íñigo López de Mendoza, más conocido como el Marqués de Santillana, con aquellos 42 sonetos fechos al itálico modo.

Catorce versos dicen que es amor

Ya cuando en la segunda década del siglo XVI lo perfeccionó hasta el delirio nuestro Garcilaso de la Vega, el soneto –cuya palabra proviene del italiano sonetto, y esta del latín sonus, de sonido, de son- era un molde perfecto para cualquier asunto de interés humano, aunque seguramente el desarrollo del amor cortés hizo que fuera este sentimiento, en principio tan cortesano, el que estuviera llamado a prevalecer durante siglos, más allá de otros temas filosóficos, morales o religiosos. Y con el amor, el carpe diem, ese tópico renacentista que invitaba especialmente a la mujer a vivir el momento –los momentos de pasión amorosa- que ya entonces empezó a coincidir con los cuatro días de los, que pasada la vida, empezamos a tener conciencia... “Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera, / por no hacer mudanza en su costumbre”, escribía Garcilaso, haciendo acopio de cuantas alegorías se habían ido moldeando hasta entonces para rematar con esos dos tercetos uno de sus más famosos sonetos. Luego, en su corta e intensa vida, iba a escribir muchos más, como aquella declaración de amor grabada en el corazón de cuantos enamorados vinieron después: “Escrito está en mi alma vuestro gesto, / y cuanto yo escribir de vos deseo, / vos sola lo escribisteis, yo lo leo / tan solo, que aun de vos me guardo en esto”, decía el también soldado del emperador Carlos I, probablemente pensando en su amada, la portuguesa Isabel Freyre, para insistir en que solo tenía que mirarse el alma para reconocer la huella indeleble del rostro de ella. “En esto estoy y estaré siempre puesto; / que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo, / de tanto bien lo que no entiendo creo, / tomando ya la fe por presupuesto”. Los tercetos con que terminaba aquel soneto siguen de actualidad, de utilidad y de referencia cada 14 de febrero: “Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma mismo os quiero. / Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero”.

El poeta de Toledo, en efecto, perfeccionó hasta tal punto el soneto, que fue capaz de rescatar la magistral mezcolanza del tema amoroso con la mitología clásica y la naturaleza para crear verdaderas maravillas como aquella versión del mito de la ninfa perseguida por Apolo y convertida en laurel, de cuya metamorfosis ya había dado cuenta Ovidio tantos siglos antes: “A Dafne ya los brazos le crecían / y luengos ramos vi que se mostraban, / en verdes hojas vi que se tornaban / los cabellos que el oro oscurecían; / de áspera corteza se cubrían / los tiernos miembros que aún bullendo estaban; / los blandos pies en tierra se hincaban / y en torcidas raíces se volvían. / Aquel que fue la causa de tal daño, / a fuerza de llorar, crecer hacía / este árbol, que con lágrimas regaba. / ¡Oh miserable estado, oh mal tamaño, / que con llorarla crezca cada día / la causa y la razón por que lloraba”.

Una composición tan perfecta

El soneto es una composición de 14 versos, de rima consonante en general, que se distribuyen en dos cuartetos y dos tercetos. Aunque el Modernismo de Rubén Darío había de practicar sus innovaciones con versos alejandrinos y con otras estrofas como el serventesio, el verso auténtico del soneto es el endecasílabo, es decir, el de 11 sílabas que también había viajado desde Italia al resto de Europa y luego del mundo. Se cree que su creador fue Giacomo da Lentini. Por supuesto, en Italia fue muy cultivado primero por maestros como Dante Alighieri. Su perfección radica en su organización, pues el primer cuarteto suele presentar el tema; el segundo cuarteto amplifica ese mismo asunto; el primer terceto encierra una reflexión sobre la idea central; y del segundo y último terceto, que cierra, depende el éxito global del escrito.

Catorce versos dicen que es amor

Garcilaso tuvo tantos discípulos empeñados en perfeccionar el soneto, y que lo practicaron en clave amorosa, desde el granadino Diego Hurtado de Mendoza hasta el sevillano Gutierre de Cetina, que la composición no dejó de estar moda jamás. El primero, del que se ha llegado a pensar muchas veces que pudiera ser el autor de El Lazarillo de Tormes, tuvo claro cómo medir su radicalidad amorosa: “Tibio en amores no sea yo jamás; / frío, o caliente en fuego todo ardido; / cuando amor no saca el seso de compás, / ni el mal es mal, ni el bien es conocido. / Poco ama el que no pierde el sentido / y el seso y la paciencia deja atrás; / y no muere de amor, sino de olvido, / el que amores piensa saber más”.

Amor, tan caprichoso

Será el Barroco, expresión de la complejidad de la época, el movimiento que más partido iba a sacarle tanto al sentimiento del amor, de tantas aristas, como al propio soneto, con tantas posibilidades expresivas. Del Conde de Villamediana, bautizado con el nombre de Juan de Tassis y Peralta, es uno de esos sonetos empeñados en definir la eterna paradoja del amor: “Determinarse y luego arrepentirse, / empezar a atrever y acobardarse, / arder el pecho y la palabra helarse, / desengañarse y luego persuadirse; / comenzar una cosa y advertirse, / querer decir su pena y no aclararse, / en medio del aliento desmayarse, / y entre el temor y el miedo consumirse; / en las resoluciones, detenerse, / hallada la ocasión, no aprovecharse, / y, perdida, de cólera encenderse, / y sin saber por qué desvanecerse: / efectos son de Amor, no hay que espantarse, / que todo del Amor puede creerse”.

Catorce versos dicen que es amor

La misma idea le dio al gran Lope de Vega para otro soneto más célebre aún, aquel que comenzaba con una sucesión de antónimos y que remataba con estos tercetos empapados de oxímoron: “Huir el rostro al claro desengaño, / beber veneno por licor suave, / olvidar el provecho, amar al daño; / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Más allá de la muerte

Catorce versos dicen que es amor

Pese al carácter misógino de tantos poetas del siglo XVII, lo cierto es que pocas veces ha alcanzado la literatura amorosa tan alto nivel de gravedad. Seguramente el poema de amor más intenso escrito en los Siglos de Oro lo firmara el sentencioso Francisco de Quevedo, capaz de lo peor y lo mejor cuando de escribir de la mujer se trataba. Claro que una cosa era la mujer real y otra su idealización platónica. Quién no recuerda aquel soneto: “Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, / y podrá desatar esta alma mía / hora, a su afán ansioso lisonjera; / mas no de esotra parte en la ribera / dejará la memoria, en donde ardía: / nadar sabe mi llama el agua fría, / y perder el respeto a ley severa”, comenzaba en los cuartetos, haciendo referencia a la capacidad del alma para regresar desde la otra orilla de la muerte para seguir amando. “Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, / venas, que humor a tanto fuego han dado, / médulas, que han gloriosamente ardido. / Su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”.

Al otro extremo de esta declaración de amor eterno, se sitúa otro famoso soneto de Luis de Góngora, advirtiendo de esa espada de doble filo que es el Amor, con connotaciones sexuales y referencias mitológicas en torno a la lengua de la mujer: “La dulce boca que a gustar convida / un humor entre perlas destilado, / y a no envidiar aquel licor sagrado / que a Júpiter ministra el garzón de Ida, / ¡amantes! no toquéis si queréis vida: / porque entre un labio y otro colorado / Amor está de su veneno armado, / cual entre flor y flor sierpe escondida”. Los tercetos con que remata el poeta cordobés –fino en otro soneto para hablar de los celos- son más decisivos aún en el consejo empapado de metáforas: “No os engañen las rosas que al Aurora / diréis que aljofaradas y olorosas / se le cayeron del purpúreo seno. / Manzanas son de Tántalo y no rosas, / que después huyen del que incitan ahora / y solo del Amor queda el veneno”.

Catorce versos dicen que es amor

La sombra del Barroco es tan alargada, que como el amor de Quevedo es capaz de cruzar orillas, y así fue cómo una monja mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, aquella capaz de calificar de “necios” a los hombres en sus famosas redondillas, es igualmente capaz de encerrar en la estructura del soneto el misterio del amor sin estrecheces: “Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba, / como en tu rostro y en tus acciones vía / que con palabras no te persuadía, / que el corazón me vieses deseaba. / Y Amor, que mis intentos ayudaba, venció lo que imposible parecería, / pues entre el llanto que el dolor vertía, / el corazón deshecho destilaba”, escribe en los cuartetos para sintetizar esa imposibilidad de confesar en persona lo que siente... antes de confesarse abiertamente: “Baste ya de rigores, mi bien, baste, / no te atormenten más celos tiranos, / ni el vil recelo tu quietud contraste / con sombras necias, con indicios vanos, / pues ya en líquido humor viste y tocaste / mi corazón deshecho entre tus manos”.

El amor como tema durante el prolífico siglo XVII atiende a una rica hermenéutica que va desde el sentido más carnal al divino, pues no en vano será entonces, definitivamente, cuando triunfe la mística que tanta lucha contra el protestantismo había promovido. Y más allá de algún soneto en este sentido de Fray Luis de León, el de la vida retirada, el más famoso soneto de la época sigue siendo anónimo. El de Fray Luis empieza: “Amor casi de un vuelo me ha encumbrado / adonde no llegó ni el pensamiento; mas toda esa grandeza de contento / me turba, y entristece este cuidado...”. El anónimo –aunque atribuido a un sinfín de autores, desde San Juan de Ávila a Santa Teresa, pasando por San Ignacio de Loyola o el fraile mexicano Fray Miguel de Guevara- dedicado a Cristo crucificado y en la órbita del erasmismo, dice así: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor; muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido; / muéveme ver tu cuerpo tan herido; / muévenme tus afrentas y tu muerte. / Muéveme, al fin, y tu amor, y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo, yo te amara. / Y aunque no hubiera infierno, te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”.

Hacia la contemporaneidad

El soneto ha sobrevivido a todos los rigores literarios de la Edad Contemporánea, hasta el punto de que la Generación del 27, tan influida por el Modernismo, el Simbolismo y hasta Pablo Neruda –que los practicó sin rima-, mantiene su vigor del primer día. Entre los poemas de Federico García Lorca, por ejemplo, de los más intensos –y desconocidos durante muchas décadas- son sus Sonetos del amor oscuro, por supuesto todos de amor. Uno de ellos, en el que le pide a su amante que le escriba, es sobradamente conocido ya, con exquisita referencia a San Juan de la Cruz: “Amor de mis entrañas, viva muerte, / en vano espero tu palabra escrita / y pienso, con la flor que se marchita, / que si vivo sin mí quiero perderte...”. El soneto remata con estos soberbios tercetos: “Pero yo te sufrí, rasgué mis venas, / tigre y paloma, sobre tu cintura / en duelo de mordiscos y azucenas. / Llena, pues, de palabras mi locura / o déjame vivir en mi serena noche / del alma para siempre oscura”.

No convendría terminar este reportaje sin recordar los magníficos sonetos de amor de Miguel Hernández, que sufrió tanto y no solo por amor, en El rayo que no cesa (1936).

Tengo estos huesos hechos a las penas

y a las cavilaciones estas sienes:

pena que vas, cavilación que vienes

como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas,

voy en este naufragio de vaivenes

por una noche oscura de sartenes

redondas, pobres, tristes y morenas.

Nadie me salvará de este naufragio

si no es tu amor, la tabla que procuro,

si no es tu voz, el norte que pretendo.

Eludiendo por eso el mal presagio

de que ni en ti siquiera habré seguro,

voy entre pena y pena sonriendo.

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