Don Juan Tenorio, aquel sinvergüenza tan católico

Noviembre es el mes del mito literario de Don Juan, el más perdurable de los españoles, lanzado primero por Tirso de Molina y consagrado después por el romántico José Zorrilla, cuya desastrosa vida hizo honores al personaje

Don Juan Tenorio, de la compañía utrerana Guate Teatro.

Don Juan Tenorio, de la compañía utrerana Guate Teatro. / Álvaro Romero

Álvaro Romero

De entre los personajes literarios que nuestra lengua ha aportado a la imaginación universal, y van unos cuantos desde la vieja Celestina a Don Quijote, ninguno recoge tan intensamente la esencia recalcitrante del catolicismo español de toda la vida como aquel pendenciero Don Juan, que fue creado nada menos que por un fraile, Gabriel Téllez, más conocido como Tirso de Molina. El personaje se catapulta en pleno siglo XVII con el título de El burlador de Sevilla y convidado de piedra, y ya es de admirar cómo su propio destino depende de la exégesis cristiana de cada momento histórico en un país, el nuestro, que jamás se entendió sin un filtro religioso en la mirada, pues si en el retorcimiento del Barroco no le cabía otro fin que el de la caída a los infiernos después de haber cometido tantas maldades, solo en el Romanticismo podríamos esperar su súbita salvación gracias al amor. La gracia radica en que, aunque ese amor nos pudiera parecer el amor loco del Arcipreste de Hita o el que lleva al accidente a Calisto en una de sus noches de trote con Melibea, el amor que salva finalmente a Don Juan es el amor de Dios corporeizado en un ángel de nombre Doña Inés. ¿Quién triunfa finalmente pues? “¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, / que en esta apartada orilla / más pura la luna brilla / y se respira mejor?”. Los famosos versos pueden parecer puro retoricismo seductor, pero también encierran, a la postre, algo del inevitable beatus ille de Fray Luis convencido de la felicidad de quien se aparta del mundanal ruido. Apartarse, redimirse, enmendarse es el objetivo de Don Juan cuando rapta a Doña Inés, su ángel de amor, pero es el mundo traidor quien no se lo permite...

No es extraño que una figura tan seductora como la que bautiza al donjuanismo haya trascendido la propia literatura y su propia representación teatral cada noviembre y hasta Molière escribiera una comedia titulada Dom Juan ou le festin de Pierre (Don Juan o el festín de piedra), en 1665. Inlcuso el propio Mozart escribió aquella ópera llamada Don Giovanni o sia il dissoluto punito (Don Juan o el libertino castigado), en 1787. Hasta Lord Byron se atrevió en 1823 con un poema inacabado pero titulado Don Juan... ¿Y qué decir del mito cuando alcanzó el trampolín de Hollywood? El cine terminó seduciendo al seductor para convertirlo en uno de los iconos más emblemáticos de sus producciones. El Don Juan de Alan Crosland, inspirado en “el mayor amante de todas las épocas”, como rezaba su publicidad en 1926, fue pionero en la utilización de la música como refuerzo de las imágnes. La importancia de los directores que se han encargado del mito luego –desde Weber a Coppola- y la popularidad de los actores que lo han ido encarnando en el siglo XX –Errol Flynn o Johny Depp- han contribuido a convertir a Don Juan en el elegante seductor al que cualquiera se rinde.

Tal vez pocos autores como el vallisoletano José Zorrilla (1817-1893) se hayan empeñado en vida en superar los disparates de sus extremados personajes. Y eso que del propio Cervantes se suele decir que la vida le dio para una novela. Pero en el caso de Zorrilla la comparación daría para varias tesis doctorales, una por lustro y sin contar su increíble infancia de niño prodigio rimando versos antes de los doce años, cuando los puestos de su padre –con quien siempre arrastró una relación tormentosa- lo habían llevado ya a Burgos y a Sevilla... El muchacho estudiaba Derecho a la fuerza en Lerma, pero dedicaba todas sus horas a leer novelas y dramas, a dibujar y a perseguir las sombras de las chicas. Fue en plena adolescencia cuando Zorrilla descubrió que era sonámbulo, y a veces se acostaba dejando un poema inacabado pero cuando se levantaba lo veía terminado. Se dormía con barba y amanecía afeitado. El padre estaba tan harto del niño que lo mandó a cavar viñas, pero el joven Zorrilla le robó la yegua a un primo y se plantó en Madrid con solo 19 años para frecuentar aquellos ambientes artísticos y bohemios que le hicieron pasar tanta hambre pero que le granjearon la fama en el entierro de Mariano José de Larra. Aquel sepelio ocurrió algo después, en 1837, después de que el jovencísimo Zorrilla se hiciera pasar por un artista italiano y pronunciara hasta discursos revolucionarios que le granjearon la persecución de la policía mientras él se refugiaba en casa de un gitano. Fue mientras enterraban al joven articulista –Larra se dio un tiro con 28 años- cuando Zorrilla se atrevió a alzar la voz para declamar unos versos que llamaron la atención de Espronceda –el de la “Canción del pirata”-, Antonio García Gutiérrez –el de “¡Abajo los Borbones!”- y Juan Eugenio de Hartzenbusch –el de Los amantes de Teruel-. Zorrilla no se amilanó para decir: “Que el poeta, en su misión / sobre la tierra que habita, / es una planta maldita / con frutos de bendición”. El poema no podía empezar, en todo caso, más románticamente: “Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana: / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento /que en sucio polvo dormirá mañana”.

Zorrilla no tardó en hacerse un habitual de los periódicos madrileños, en escribir poesías para las que tanta facilidad demostraba y hasta dramas que no tardó en estrenar en el Teatro del Príncipe. Desde que se casó en 1838 con Florentina O’Reilly –una viuda irlandesa arruinada que le sacaba 16 años- hasta que estrenó su Don Juan Tenorio, en 1844, Zorrilla había escrito por lo menos una veintena de dramas –Más vale llegar a tiempo, Vivir loco y morir más, El zapatero y el rey, El eco del torrente...-. Y era tal su éxito que el empresario del Teatro de la Cruz lo contrató en exclusiva por ser una fuente prodigiosa de historias reconocida hasta por el Gobierno en 1843, que le concedió la cruz supernumeraria de la Real y Distinguida Orden de Carlos III... A Zorrilla le iba estupendamente en todo menos en su matrimonio. Ella traía un hijo de su anterior marido; la niña que tuvieron juntos se murió al año de nacer; y él se dedicó a concatenar amantes hasta el punto de que, tras el éxito de su Don Juan Tenorio –¡un drama escrito en solo tres semanas!-, la abandonó para marcharse a Francia y luego a México, hasta donde le llegaban las iracundas cartas de su mujer... Zorrilla había malvendido los derechos del Tenorio y jamás pudo cobrar derechos de autor por esta joya de la literatura española, algo de lo que estuvo lamentándose hasta su muerte. Aunque fue admitido en la Real Academia Española, no tomó posesión de su silla, la L, hasta muchos años después, en 1885... Mientras, probó suerte con el tráfico de esclavos en Cuba y se convirtió en el poeta de la corte del emperador de México, Maximiliano I, y hasta fue nombrado director del desaparecido Teatro Nacional. Solo cuando murió su esposa, de cólera, volvió Zorrilla a España, donde fue recibido como una gloria nacional. Hasta la poeta Carolina Coronado le dedicó unos versos: “Zorrilla, ¿qué ha sucedido? / ¿Qué nos tienes que decir? / ¿Qué ha pasado? ¿Qué has oído? / ¿Dónde estuviste metido? / ¿Cómo tardaste en venir?”... En rigor, su vuelta tenía algo de hijo pródigo sin lavar las culpas, como le ocurre al mismísimo Don Juan Tenorio en la segunda parte de su drama...

Libertinaje y escándalo

Así se titula el acto primero de la primera parte del drama, que arranca en la sevillana hostería del italiano Buttarelli, quien le reserva una mesa al enmascarado Don Juan, que también le pide papel para redactar una misteriosa carta en plena noche de carnavales... La conversación revelará que el sevillano acaba de volver de Italia, de donde se trae un criado –Ciutti-, y el propio tabernero, sin reconocerlo aún, recordará que se cumple un año de la apuesta que Don Juan hizo con Don Luis Mejía sobre cuál de los dos mataría a más hombres y enamoraría a más mujeres en el plazo de 365 días. Quienes lo recuerdan mejor son su propio padre, Don Diego Tenorio, avergonzado por lo que oye por ahí del calavera de su hijo, y el padre de doña Inés, Don Gonzalo de Ulloa, pues ambos señores pactaron el matrimonio de sus hijos desde que nacieron, sin imaginar que las cosas se pondrían tan feas como para que Don Gonzalo tuviera que asegurar la protección de su niña en un convento y don Diego tuviera que rechazar al diablo de su hijo... Por eso ambos personajes se presentan también en la taberna, para cerciorarse de que el diablo se ha encarnado realmente en el Tenorio y deshacer honradamente aquel pacto... Efectivamente, ambos oyen la conversación endiablada de Don Juan y Don Luis, con sendas listas de asesinatos y enamoradas dejadas en la estacada, y el nuevo reto, pues Don Luis, que ha perdido la apuesta, le dice a Don Juan que solo le falta un tipo de mujer... “Una novicia que esté para profesar”. Don Luis va ya tarde, porque la carta que estaba escribiendo al principio Don Juan iba dirigida precisamente a Doña Inés, cuya profesión definitiva va a querer acelerar su padre, para así protegerla de Don Juan, que no contento con querer conquistar a la monjita le espeta a Don Luis que también le dará tiempo de conquistar a su novia, Doña Ana de Pantoja...

Con lo que nadie cuenta es con la argucia de Don Juan, pues a pesar de que los dos delincuentes son detenidos por la policía nada más salir de la taberna –por denuncias cruzadas de sus criados- y consiguen salir poco después, el protagonista del drama ha comprado la voluntad del aya de doña Inés, Brígida, para que le entregue la carta a la inocente muchacha y a él, la llave de la celda, mientras que Ciutti y otros hombres amordazan y secuestran a Don Luis y Don Juan puede gozar de Doña Ana en aquella oscuridad donde todos los gatos –y también los novios- son pardos... Engañada la primera mujer, Don Juan da el salto hasta el convento...

Antes de ver a su ángel, Don Juan ya parece enamorado de ella, solo por lo que le han dicho y ha imaginado... “Tal inventiva pintura / los sentidos me enajena, / y el alma ardiente me llena / de su insensata pasión. / Empezó por una apuesta, / siguió por un devaneo, / engendró luego un deseo, / y hoy me quema el corazón. / Poco es el centro de un claustro; / ¡al mismo infierno bajara, / a estocadas la arrancara / de los brazos de Satán!”, profetiza el mismísimo galán. “¡Oh! Hermosa flor, cuyo cáliz / al rocío aún no se ha abierto, / a trasplantarte va al huerto / de sus amores Don Juan”.

Solo él está empezando a sentir que, a pesar de tantas mujeres como ha enamorado y ha olvidado, esta vez es distinto. Doña Inés no puede comparar, porque no ha conocido el mundo a sus 16 añitos, pero la carta que le trae Brígida es demasiado para ella... “Inés, alma de mi alma, / perpetuo imán de mi vida, / perla sin concha escondida / entre las algas del mar; / garza que nunca del nido / tender osastes el vuelo, / el diáfano azul del cielo / para aprender a cruzar”. El ritmo octosilábico de casi toda la obra cobra un especialísimo poder seductor en la misiva del enamorado. “Si es que a través de esos muros / el mundo apenada miras, / y por el mundo suspiras / de libertad con afán, / acuérdate que al pie mismo / de esos muros que te guardan, / para salvarte te aguardan / los brazos de tu don Juan”.

Quien no se traga el anzuelo es su padre, por supuesto. En el convento, con derecho a entrar por ser comendador de la orden, se presenta Don Gonzalo, avisando a la abadesa del peligro que supone Don Juan... “Aunque le pintáis tan malo, / yo os puedo decir de mí, / que mientras Inés esté aquí, / segura está, don Gonzalo”, responderá ella, ingenua, antes de descubrir que en la celda no hay nadie... Solo una carta en el suelo. “¿Dónde vais, comendador?”, preguntará la abadesa. “¡Imbécil!, tras de mi honor, / que os roban a vos de aquí”, se atreve a contestar él, dispuesto a perseguir al raptor de su hija en el ecuador de la obra...

Los versos más seductores de la historia

Don Juan Tenorio se ha llevado -desmayada por la emoción de haberlo visto en persona- a Doña Inés a su quinta, al otro lado del Guadalquivir... Y allí despierta suavemente la muchacha, engañada por Brígida, quien le cuenta que hubo un incendio y Don Juan la salvó... Pero el encuentro definitivo de ambos quiebra sus vidas, la obra y la mirada del lector o espectador. Ella le pide que la deje salir para ir al encuentro de su padre, pero él le asegura que ya ha hablado con él y le ha dicho “que os hallabais / bajo mi amparo segura, / y el aura del campo pura, / libre, por fin, respirabais. / ¡Cálmate, pues, vida mía! / Reposa aquí; y un momento / olvida de tu convento / la triste cárcel sombría”. El torrente versificado de Don Juan resultará irresistible, y no solo a Doña Inés... “...Y estas palabras que están / filtrando insensiblemente / tu corazón, ya pendiente / de los labios de don Juan, / y cuyas ideas van / inflamando en su interior / un fuego germinador / no encendido todavía, / ¿no es verdad, estrella mía, / que están respirando amor?”. Doña Inés no puede sino llorar de emoción... Y Don Juan no puede sino continuar enamorándola con la palabra. “Y esas dos líquidas perlas / que se desprenden tranquilas / de tus radiantes pupilas / convidándome a beberlas, / evaporarse, a no verlas, / de sí mismas al calor; / y ese encendido color / que en tu semblante no había, / ¿no es verdad, hermosa mía, / que están respirando amor? / ¡Oh! Sí, bellísima Inés, / espejo y luz de mis ojos; / escucharme sin enojos, / como lo haces, amor es...”.

La reacción de ella no puede ser ya menos poética. “Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, / que no podré resistir / mucho tiempo, sin morir, / tan nunca sentido afán. (...) Tal vez poseéis, don Juan, / un misterioso amuleto, / que a vos me atrae en secreto / como irresistible imán. / Tal vez Satán puso en vos / su vista fascinadora, / su palabra seductora, / y el amor que negó a Dios. / ¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, / sino caer en tus brazos, / si el corazón en pedazos / me vais robando de aquí? / No, don Juan, en poder mío / resistirte no está ya: / yo voy a ti, como va / sorbido al mar ese río. / Tu presencia mi enajena, / tus palabras me alucinan, / y tus ojos me fascinan, / y tu aliento me envenena. / ¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro / de tu hidalga compasión: / o arráncame el corazón, / o ámame, porque te adoro”.

La bellísima historia de amor se interrumpe porque allá irrumpen don Luis Mejía, el burlado, y por supuesto el padre de Doña Inés, agraviado, y otros cuantos con espadas para vengarse de don Juan. Él intenta convencer a su futuro suegro de que ha cambiado radicalmente, de que ya no es el don Juan que fue. Pero, ¿quién lo va a creer? “Comendador, / yo idolatro a doña Inés, / persuadido de que el cielo / nos la quiso conceder / para enderezar mis pasos / por el sendero del bien”, le dice. Y añade: “No amé la hermosura en ella, / ni sus gracias adoré; / lo que adoro es la virtud, / don Gonzalo, en doña Inés. / Lo que justicias ni obispos / no pudieron de mí hacer / con cárceles y sermones / lo pudo su candidez. / Su amor me torna en otro hombre, / regenerando mi ser, / y ella puede hacer un ángel / de quien un demonio fue”.

La promesa de cambio de Don Juan, arrodillado, y su disposición a someterse al gobierno de su casa no convencen a Don Gonzalo. “Don Juan, tú eres un cobarde / cuando en la ocasión te ves, / y no hay bajeza a que no oses / como te saque con bien”, le dirá. Y más aún: “¡Nunca, nunca! ¿Tú su esposo? / Primero la mataré. / ¡Ea! Entrégamela al punto, / o sin poderme valer, / en esa postura vil / el pecho te cruzaré”. Al seductor Don Juan no le sirven ya sus palabras para convencer a nadie, y menos aún a don Luis Mejía... “Pues la ira soberana / de Dios junta, como ves, / al padre de doña Inés / y al vengador de doña Ana, / mira el fin que aquí te espera / cuando a igual tiempo te alcanza, / aquí dentro su venganza / y la justicia allá fuera”.

No Juan no tendrá más salida que matarlos y agrandar así su larga lista de asesinatos... “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo”, será lo último que dirá Don Juan, despechado con el Altísimo, antes de huir y oír a lo lejos cómo se pide a gritos justicia para doña Inés. Lo que él no puede escuchar es que esta cierra la primera parte de la obra añadiendo: “Pero no contra don Juan”, y cae de rodillas.

El convidado de piedra

Muchos años después, Don Juan volverá por Sevilla, y se encuentra en el solar del palacio de su padre, que él podría haber heredado, un cementerio repleto de estatuas con las efigies de todas las personas que él ha matado, según le relata el escultor que está terminándolas. De alguna manera tuvo Don Diego Tenorio que limpiar su conciencia para la eternidad. Entre las estatuas también está la de Doña Inés, y cuando se quedan a solas su Sombra le confiesa: “Yo a Dios mi alma ofrecí / en precio de tu alma impura, / y Dios, al ver la ternura / con que te amaba mi afán, / me dijo: ‘Espera a don Juan / en tu misma sepultura. / Y pues quieres ser tan fiel / a un amor de Satanás, / con don Juan te salvarás, / o te perderás con él. / Por él vela: mas si cruel / te desprecia tu ternura, / y en su torpeza y locura, / sigue con bárbaro afán, / llévese tu alma don Juan / de tu misma sepultura”. Don Juan entiende el sacrificio ante Dios, por él, de Doña Inés, cuya alma se ha quedado en la sepultura para darle una última oportunidad, para salvarse o condenarse ambos a la vez. Pero no puede creerlo...

Cree estar soñando hasta que aparecen las figuras del capitán Centellas y Avellaneda, viejos amigos a los que invita a cenar. Cuando están para salir del cementerio, Don Juan tiene la osadía de invitar también a la estatua de Don Gonzalo de Ulloa. Sus amigos se lo recriminan, pero Don Juan no puede evitar ser quien siempre ha sido e incluso prepara una silla vacía, con sus cubiertos y todo, por si el muerte se presenta, burlándose... Más tarde, en la cena, los tres oyen un ruido y es, efectivamente, la estatua de piedra de Don Gonzalo quien acude a la mesa. Don Juan vuelve a creer que sueña, o que el vino está envenenado, o que es una broma de los otros dos, que se han dormido y no ven nada. “Al sacrílego convite / que me has hecho en el panteón, / para alumbrar tu razón / Dios asistir me permite. / Y heme que vengo en su nombre / a enseñarte la verdad; / y es: que hay una eternidad / tras de la vida del hombre. / Que numerados están / los días que has de vivir, / y que tienes que morir / mañana mismo, don Juan”, le dice el convidado de piedra. Al desaparecer, es la Sombra de Doña Inés quien insiste en su conversión... “Medita / lo que al buen comendador / has oído, y ten valor / para acudir a su cita. / Un punto se necesita / para morir con ventura; / elígele con cordura, / porque mañana, don Juan, / nuestros cuerpos dormirán / en la misma sepultura”.

Misericordia infinita de Dios

Que Don Juan va a morir parece meridianamente claro. Pero no es lo mismo acabar en el infierno que descansar eternamente junto al amor de su vida y de su muerte. El problema es que Don Juan no cree ni en una cosa ni en la otra. De modo que cuando el capitán Centellas y Avellaneda despiertan, las dudas vuelven a provocar el enfrentamiento y los reproches del trío, y es esta vez Centellas quien mata de veras a Don Juan, aunque él no lo sepa, en ese limbo que le supone el propio cementerio que legó su padre. Allí se encuentra con la estatua de Don Gonzalo y las del resto de asesinados por él... Se le muestra un reloj de arena en los últimos instantes de su existencia, conminándolo al arrepentimiento, mientras asiste al entierro de su propio cuerpo... Su persistencia en el pecado, sin embargo, le hace evocar los mismos versos de su cita del principio, cuando la apuesta con Mejía... “¡Ah! Por doquiera que fui / la razón atropellé, / la virtud escarnecí / y a la justicia burlé, / y emponzoñé cuanto vi. / Yo a las cabañas bajé / y a los palacios subí, / y a los claustros escalé; / y pues tal mi vida fue, / no, no hay perdón para mí”. Evidentemente, no cuenta con la misericordia infinita de Dios, con su paciencia a prueba de donjuanes, mucho más grande que la de la propia estatua de Don Gonzalo, claro, que le tiene agarrada la mano... “¡Aparta, piedra fingida! / Suelta, suéltame esa mano, / que aún queda el último grano / en el reló de mi vida. / Suéltala, que si es verdad / que un punto de contrición / da a un alma la salvación / de toda la eternidad, / yo, Santo Dios, creo en Ti: / si es mi maldad inaudita, / tu piedad es infinita... / ¡Señor, ten piedad de mí!”.

La estatua de Don Gonzalo le espeta que “ya es tarde”, pero en ese momento aparece el ángel de la vida de Don Juan, es decir, Doña Inés, para ofrecerle su mano. “¡Inés de mi corazón!”, exclamará él. “Yo mi alma he dado por ti, / y Dios te otorga por mí / tu dudosa salvación”, le dirá ella. “Misterio es que en comprensión / no cabe de criatura: / y solo en vida más pura / los justos comprenderán / que el amor salvó a don Juan / al pie de la sepultura”.

El canto final de Don Juan es una alabanza eterna a Dios, un reconocimiento perpetuo de su misericordia, la más afamada propaganda del catolicismo. Si la libertad para el don Juan de Tirso consistía en vencer a la muerte, para el don Juan de Zorrilla es poder ser otro hombre por la fuerza del amor. El amor, el gran tema romántico, ha sustituido al honor, aquel tema barroco y antiguo. Don Juan quedará convencido, redimido y salvado para siempre. “¡Clemente Dios, gloria a Ti! / Mañana a los sevillanos / aterrará el creer que a manos / de mis víctimas caí. / Mas es justo: quede aquí / al universo notorio / que, pues me abre el purgatorio / un punto de penitencia, / es el Dios de la clemencia / el Dios de don Juan Tenorio”.