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Actualizado: 07 mar 2021 / 10:35 h.
  • La enfermera Ana Maria Ruiz anunciando la película ganadora. / EFE
    La enfermera Ana Maria Ruiz anunciando la película ganadora. / EFE

La ceremonia de los Globos de Oro señalaba en una funesta dirección: Micrófonos apagados, videoconferencias entrecortadas, interferencias, bostezos y actores desdeñosos que, ante una pantalla, no sabían cómo comportarse cuando el nombre que se leía en el sobre no era el suyo. Los presagios instaban, y casi obligaban, a que se arrugase el ceño ante la versión española: ¿Sería peor? Si a los americanos les había salido así, ¿qué despropósito nos esperaba a nosotros?

Dos horas después de que la ceremonia comenzase, y con la melodía de Moon River apagándose lentamente, no quedaba otra que confrontar la realidad: La ceremonia de los Goya había sido, con mucho, una de las mejores que se recordaban. Sin apenas fallos técnicos (Fernando Trueba, tras hablar sin que se le escuchase, reparó en que su micrófono estaba silenciado), la trigésimo quinta edición de los Goya había transcurrido con fluidez y agilidad, algo que venía desde hace mucho reivindicándose. Y la fórmula no parecía fácil de aplicar: En total, han sido veintiocho los premios entregados en una noche en la que el habitual humor goyesco (cada vez menos aplaudido) ha desaparecido. Ha sido aún más insólita su recepción: No se le ha echado en falta.

Hollywood meets Málaga

Cuando en 1992, Antonio Banderas voló a los Ángeles para rodar Los reyes del mambo, pocos sospechaban que el español acabaría por asentarse en los Estados Unidos. Treinta años después, el que fuera galán meridional es ya un sesentón (sólo burocráticamente, que no en apariencia) que se codea con las grandes estrellas estadounidenses. Y buena prueba de ello es la gala que le ha tocado presentar: A modo de hilo conductor entre premio y premio, se han sucedido mensajes de Tom Cruise, Al Pacino, Robert de Niro o Helen Mirren. Algunos, como Pacino, han sido lacónicos, y se han limitado a prestar su apoyo al cine español. Otros, como Barbra Streisand, nos han prometido que “Los días felices están aquí de nuevo”.

‘Las niñas’ triunfa en la noche del cine español
La enfermera Ana María Ruiz otorgándole el Goya a Mejor Película a Las niñas.

Sobre un fondo teselado de pantallas, Antonio Banderas y María Casado han conducido una gala en la que no han abundado los discursos (excepto el de Ángela Molina, que ha recibido el Goya de Honor), y en la que los ganadores y perdedores eran, a priori, indistinguibles: Entre los más de ciento cincuenta candidatos a un premio, amén de sus respectivas familias, buscar una cara larga o un gesto abatido quedará como el pasatiempo bilioso de esta atípica pero ejemplar edición.

La niñas se hacen mayores

Que lo previsible puede ser emotivo queda de manifiesto al ver a Valérie Delpierre y Alex Lafuente, productores de Las niñas, apretándose nerviosamente las manos justo antes de que se les conceda el Goya que hubiese sido una sorpresa que no ganasen: El de Mejor Película. Antes, la ópera primera de Pilar Palomero ya se había llevado el premio a Mejor Guion, Mejor Dirección de Fotografía y Mejor Dirección Novel (su protagonista, Andrea Fandos, no optaba a ningún galardón al ser demasiado joven según los estatutos de la Academia).

El de Palomero no ha sido el único bautizo de esta ceremonia. Mario Casas, pese a llevar quince años actuando, ha conseguido, por fin, un reconocimiento de altura a su trabajo. Los tiempos de camorrista con aires de Pijoaparte hace mucho que terminaron: Mario Casas ha proyectado su carrera lejos de los papeles que lo convirtieron en ídolo juvenil, y que acabaron con su rostro forrando carpetas, cuadernos y paredes. Y en la última edición de los Goya, la odisea de Mario ha alcanzado su cénit: El premio a Mejor Actor. Su interpretación en el thriller No matarás de un chico cándido y algo simple (él, como Brad Pitt, Scarlett Johansson o Charlize Theron, están condenados a afearse para que se los tome en serio) le ha valido una estatuilla, que ha agradecido a “quienes estuvieron junto a él a tres metros sobre el cielo”, en recuerdo a la película que lo hizo famoso, y de la que tanto ha tenido que alejarse para que se lo considere, también, un buen actor.

El ir y venir de premios sólo se ha detenido una vez, por causa justificada: Berlanga. 2021 es el año en el que el adjetivo “berlanguiano” ha entrado, con todas las de la ley, en los diccionarios de la RAE. El primer director español en ser seleccionado para un Óscar, y autor de media decena larga de obras maestras (El verdugo, Plácido o la trilogía de la Escopeta nacional), habría cumplido un siglo. Pese a que el tono de la gala ha esquivado (no era la noche; tampoco el año) cualquier ramalazo de humor, la fantasmagórica aparición de Pepe Isbert (encarnado por Carlos Latre), dirigiéndose a un retrato de Luis García Berlanga ha provocado esa sonrisa triste que tantas veces dibujó el director valenciano en su público: No queda otra que dejar atrás, se diría, este año berlanguiano con la resignación con la que el protagonista de París-Tombuctú dejaba atrás un toro de Osborne pintarrajeado con la bandera de España. Al pie de la bestia publicitaria, en mayúsculas, y en ese color blanco que para González Ruano era el de la soledad, se podía leer: Tengo miedo. Que nos hayamos reído tan poco en el año de Berlanga no deja de ser, de todas formas, algo muy berlanguiano.