Cuando, en plena configuración de la Generación del 27, Federico García Lorca (1898-1936) le preguntó a Soledad Montoya que por quién preguntaba, “sin compaña y a estas horas”, en el fragor de un Romancero gitano (1928) llamado a convertirse en la quintaesencia de toda su poética, el autor de Bodas de sangre (1933) estaba amasando ya un universo literario de mujeres rebeldes y frustradas cuyo máximo valor no radicaba en su función como personajes, sino como símbolos imperecederos de esa pena negra que aglutinan los más débiles en este mundo controlado siempre por la otra mitad: los niños, los gitanos, los homosexuales, los negros, las mujeres. “Pregunte por quien pregunte, / dime, ¿a ti qué se te importa?”, hizo Federico que le contestase la propia gitana de ficción. “Vengo a buscar lo que busco / mi alegría y mi persona”. La alegría y la persona que también buscaron Doña Rosita la soltera, Yerma, La Novia, Adela y tantas otras mujeres de un puzle femenino que el granadino no hizo sino acrecentar en los años 30, la década de su éxito y de su ineluctable asesinato a manos de los fascistas de su propia ciudad. “No me recuerdes el mar, / que la pena negra brota / en las tierras de aceituna / bajo el rumor de las hojas”, decía Soledad. Y el poeta le contestaba: “¡Soledad, qué pena tienes! / ¡Qué pena tan lastimosa! / Lloras zumo de limón / agrio de espera y de boca”.
Seguramente Lorca no era totalmente consciente aún de hasta qué punto esa pena negra iba a inundar a todos sus personajes e incluso a sí mismo, predestinado a la muerte incluso cuando escribía sobre otros, como sobre el torero que financió la quedada fundamental de la Generación en aquel diciembre de 1927 de Sevilla: “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto su elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos”. Lo escribió pensando en Ignacio Sánchez Mejías, después de que un toro le quitara la vida en 1934, sin imaginar que apenas dos años después se la quitarían a él los más reaccionarios de la tierra que lo vio nacer y morir. “En su Granada”, que diría el maestro Antonio Machado, dolorido por la barbarie practicada contra uno de los más prometedores poetas de nuestro país después de cumplida su propia profecía: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”.
Con el corazón helado, y sin saberlo, había venido Federico al mundo un 5 de junio de 1898, el año del Desastre, el que daría nombre a la Generación del 98, el año del fin definitivo de un imperio español que llevaba años siéndolo solo nominativamente. Había nacido en el seno de una familia adinerada gracias al negocio de su padre, también Federico, con los productos agrícolas de la costa tropical andaluza. A Federico lo crio su madre, Vicenta, pero también un conjunto de mujeres de las que él mismo recordaría las nanas infantiles proferidas cuando él ya no tenía edad de que se las cantaran. Por Fuente Vaqueros y por la Huerta de San Vicente siempre proliferaron nodrizas y criadas que imprimieron en el niño Federico la gracia del genio popular, no solo a través de la palabra, sino también de la música y de la pintura. Lorca fue primeramente pianista y luego poeta, como descubrieron sus propios compañeros cuando se instaló en la Residencia de Estudiantes, en 1919, después de haber estudiado el Bachillerato en Granada y en Almería, y después de dar a la imprenta su primer libro, en prosa y de viajes, Impresiones y paisajes (1918). Ya en Madrid, se aventuró a componer su primer poemario, Libro de Poemas (1921), donde la luna y la muerte comienzan ya su conversión en metáfora perpetua: “La luna tiene dientes de marfil. / ¡Qué vieja y triste asoma! / Están los cauces secos, / los campos sin verdores / y los árboles mustios / sin nidos y sin hojas. / Doña Muerte, arrugada, / pasea por sauzales / con su absurdo cortejo / de ilusiones remotas. / Va vendiendo colores / de cera y de tormenta / como un hada de cuento / mala y enredadora”.