Un 28 de noviembre de 1936, entre los 112 presos que sacaron los republicanos de la cárcel de San Antón -creada al efecto en Madrid tras la reconversión del convento del mismo nombre- para ser fusilados en Paracuellos del Jarama, iba uno de los dramaturgos más grandes que ha dado nuestro país. Tanto es así, que el mismísimo Valle Inclán dejó dicho de él: “Quítenle a su teatro el humor; desnúdenle de caricatura; arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un monumental autor de teatro”. Había nacido en El Puerto de Santa María (Cádiz) en 1879 y había estudiado con los jesuitas de allí –como Alberti algunas décadas después- junto con Fernando Villalón y Juan Ramón Jiménez. Para entonces, no solo había escrito más de 200 obras teatrales, sino que había creado un género dramático nuevo llamado el astracán, caracterizado por la búsqueda de la carcajada a toda costa. Su nombre era Pedro Muñoz Seca, y tan consolidado estaba su perfil de humorista, que solo unos minutos antes de que lo fusilaran se dejó caer con la siguiente sentencia: “Podéis quitarme mi hacienda, mi patria, mi fortuna e incluso mi vida. Pero hay una cosa que no podéis quitarme: ¡el miedo que tengo ahora mismo!”.
La genialidad de Muñoz Seca, que triunfó absolutamente durante las tres primeras décadas del pasado siglo escribiendo una media de siete obras por año, pinchó en hueso cuando se decidió a caricaturizar a la II República, convertida en un concepto intocable por quienes, llegada la guerra civil, pensaron que muchas de aquellas comedias no tenían gracia. La primera sátira que escribió a partir de 1931 fue La oca, que en realidad eran las siglas de “Libre Asociación de Obreros Cansados y Aburridos”, una caricatura en toda regla del comunismo. En 1932, el mismo año en que otro autor también genial pero mucho más joven como fue Miguel Mihura escribió su mejor obra, Tres sombreros de copa -que hubo de esperar más de dos décadas para poder estrenarse en condiciones-, el muy famoso Muñoz Seca se atrevió a escribir Anacleto se divorcia, una sátira de la ley del divorcio, recién promulgada, que hizo mucha gracia al gran público pero ninguna a los responsables de la ley. De aquellos fueron también las obras La voz de su amo (escalofriante título), Marcelino fue a por vino o El gran ciudadano.
Para entonces, el autor de grandes éxitos como Los extremeños se tocan (1926) o La venganza de don Mendo (1918) estaba perfectamente señalado. El día en que estalló la guerra civil, Muñoz Seca se encontraba con su esposa, la cubana María Asunción Ariza –a la que había conocido como compañera de trabajo en el Ministerio de Fomento-, en Barcelona, donde se acababa de estrenar su última obra, La tonta del rizo. La pareja se hospedaba en el domicilio de un actor del reparto que le había aconsejado que abandonara el hotel en el que estaban alojados, pero varias milicias anarcosindicalistas lo sacaron de aquella casa y lo detuvieron, acusado de albergar “ideas monárquicas y católicas”. No tardaron en trasladarlo a Madrid, en cuya cárcel de San Antón estuvo más de cuatro meses, hasta una noche como la de hoy en la que fue víctima de una de las sacas de aquellas matanzas de Paracuellos.
En el prólogo de una de las ediciones de su obra más famosa, La venganza de don Mendo, el gran Jacinto Benavente, tan prolífico también, dejó escrito: “A Muñoz Seca no lo mató la barbarie, lo mató la envidia. La envidia sabe encontrar sus cómplices”.