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Actualizado: 02 oct 2022 / 04:00 h.
  • Pleno del Congreso. / EFE
    Pleno del Congreso. / EFE

En una ocasión estaba viendo una vez más la película Dodge City, ciudad sin ley. Es una idiotez típica del oeste americano con el tópico del bueno, los malos y lo valiente que es el hombre blanco gringo arreglando él solo todos los desaguisados. Vamos, como don Quijote, con la enorme diferencia de que a nuestro hidalgo caballero todo le salía mal porque se tropezaba con la pura y terca realidad en su lucha a favor de la justicia y al bueno y valiente yanqui del oeste todo le resulta positivo que para eso le han inventado un mundo falso con el que nos han educado desde pequeños. ¿Por qué la veía otra vez entonces? Para que descansara mi cerebro, porque hacía más de 40 grados en la calle y porque siempre se aprende algo novedoso de todo.

El inicio de la película es ilustrativo. Unos empresarios del siglo XIX viajan en un pionero tren en el que han invertido. Hablan maravillas del vehículo, como es lógico. Es el futuro. De pronto, paralelamente a las vías del tren observan un camino por el que marcha una diligencia. Uno de los empresarios le dice a un camarero de raza negra que va en el vagón que le comunique al conductor del tren que como la diligencia llegue antes que el tren a su destino queda despedido. El conductor procede de inmediato a introducir leña y más leña en la máquina y el tren empieza a correr más. El conductor de la diligencia se da cuenta y comienza a azotar sin piedad a sus caballos para que se embalen todo lo posible. Se inicia un pique entre ambos medios de transporte que gana el tren. Los empresarios estallan de alegría y exclaman: desde ahora el correo ya no lo llevará la diligencia sino el tren que es el progreso de América.

Y, según comprobamos con el tiempo, así fue. Claro que también con ese progreso se intensificó mucho la contaminación, los caballos de la diligencia levantaban polvo, la chimenea del tren proyectaba unos elementos que ahora vemos que nos están saliendo caros. Sin embargo, en efecto, eso es el progreso, los humanos debemos transitar nuestro camino con todas sus consecuencias, si bien, asimismo, nos es posible controlar algunas o bastantes de esas consecuencias. Para eso hace falta una mente madura, la estructura de progreso que hemos levantado da la impresión que corre sin control y que nos supera.

Del ferrocarril y otros avances hemos pasado a la sociedad vigilada. En un artículo científico que el profesor Luis Manuel López Londoño publicó en 2014 en la revista Escribanía, titulado “Sociedad de la vigilancia.
Redes y lugares de información”, recogía del diario El País el conocido manifiesto firmado por eminentes pensadores, premios nobeles algunos de ellos, en el que podía leerse, entre otros contenidos:

«En los últimos meses, el alcance de la vigilancia masiva se ha convertido en un hecho bien conocido. Con unos cuantos clics de ratón, el Estado puede acceder a nuestros dispositivos móviles, nuestro correo electrónico, nuestras redes sociales y nuestras búsquedas en Internet. Puede seguir la pista de nuestras inclinaciones y actividades políticas y, en colaboración con empresas proveedoras de Internet, puede reunir y almacenar todos nuestros datos y, por tanto, predecir nuestras pautas de consumo y nuestro comportamiento. Todos los seres humanos tienen derecho a no ser observados ni molestados en sus pensamientos, sus entornos personales y sus comunicaciones. Este derecho humano fundamental ha quedado anulado y vaciado de contenido por culpa del mal uso de los avances tecnológicos que hacen los Estados y las empresas que llevan a cabo programas masivos de vigilancia. Una persona vigilada deja de ser libre; una sociedad vigilada deja de ser una democracia. Si queremos que nuestros derechos democráticos sigan teniendo validez, es necesario que se respeten en el espacio virtual además del espacio físico» (El País, 2013).

El manifiesto o declaración terminaba así: «La vigilancia es un robo. Estos datos no son de propiedad pública; nos pertenecen a nosotros. Cuando se utilizan para predecir nuestro comportamiento, nos están robando algo más: el principio del libre albedrío, parte esencial de la libertad democrática.

Casi veinte años después de aquello no se ha avanzado apenas, a veces ha sido al revés, recuerden el caso de Facebook y Cambridge Analytica en 2019, con ambas empresas utilizando datos de casi cien millones de usuarios para fines políticos. Recuerden la pugna que los estados mantienen con las grandes tecnológicas para que paguen al fisco lo que deben pagar y cómo, si es necesario, se sirven los gobiernos del big data y del smart data, propios y de las mismas tecnológicas, para espionajes y otros menesteres.

López Londoño nos hace saber el cuidado con el que en la Grecia clásica y en Roma se separaba lo doméstico de lo público y acude a palabras de Aristóteles, entre otros, para quien lo que él llamaba la “buena vida” dependía en gran medida de esta distinción.

Pero entonces no había sociedad digital en red, ni siquiera una sociedad capitalista que hubiera llegado a desarrollar tan enormemente sus medios de producción como ha sucedido en la actualidad. Dichos medios lo mismo sirven para un roto que para un descosido, esto es, para vender y para controlar. Es más, sin entrar en cuestiones políticas, vender exige controlar, estudiar al cliente potencial exige controlar sus pasos en la vida. Y a eso se agarra el poder político y por supuesto el financiero y empresarial, todos caminan de la mano, en esencia, son un sistema que se vende como democracia.

Hannah Arendt, en su libro La condición humana, escribe: “cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo”. Y añade: “Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor”.

El avance tecnológico conlleva la necesidad de mostrar esos avances y llevar a cabo negocios con ellos. El humano comercia desde los inicios de su existencia. A su vez, la tecnología ha ido aligerando la mano de obra y sin embargo ha creado otra nueva, aspecto que no parece recordar Arendt. El asunto ahora es distinto. La tecnología del siglo XXI choca con los derechos de lo que nos han venido diciendo que es la democracia. Existe una evidente contradicción ahí, el avance mercantil-tecnológico no se va a detener, detenerlo es frenar la pulsión innata explorativa y creativa del humano. Lo peor es que los derechos derivados de la democracia se han llevado a extremos que, paradójicamente, terminan vulnerando otros derechos.

He aquí la cuestión principal que hace aparecer a la democracia como algo frágil, débil e incluso innecesario hasta el punto de que un 30 por ciento de ciudadanos prefieren trabajo y seguridad a libertad. Cuidado con todo eso, la democracia sigue siendo el menos malo de los sistemas, algo que no le garantiza vida eterna y el progreso actual –que es como aquel tren de Dodge City, ciudad sin ley en relación con la diligencia- podría sufrir un frenazo que para mí es improbable pero no imposible. Si así fuera, esta vez la carrera la ganaría la diligencia y eso no es una señal positiva para nuestra evolución hacia donde sea.