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Actualizado: 31 dic 2022 / 14:12 h.
  • El papa Benedicto XVI con su secretario, el arzobispo Georg Gaenswein. / Grzegorz Galazka / Zuma Press / E.P.
    El papa Benedicto XVI con su secretario, el arzobispo Georg Gaenswein. / Grzegorz Galazka / Zuma Press / E.P.

El papa que acaba de morir -probablemente el más longevo de la Historia si se exceptúan los dudosos 102 años de aquel papa del siglo VII, Agatón- destacó enseguida en el revolucionario Concilio Vaticano II como asesor teológico de su paisano el cardenal Josef Frigns. Joseph Aloisius Ratzinger había nacido en Marktl (Baviera) el 16 de abril de 1927 y, con solo cinco años, dijo que quería llegar a cardenal solo porque se impresionó con las vestiduras del cardenal de Munich, que visitó su barrio. En los años 60, cuando se celebraba el último concilio decisivo de la Iglesia Católica, Ratzinger era solo un treintañero, pero ya era un precoz teólogo que había leído su tesis sobre San Buenaventura en 1953, después de haber comenzado a impartir clases en el Seminario de Freising. Ya desde aquella tesis que le valió el título de doctor, había recibido serias críticas como modernista o adelantado, y de hecho en el Vaticano II era considerado un reformista convencido, a pesar de que muchos años después se fuera construyendo en torno a su figura un halo reaccionario porque el papa Juan Pablo II lo nombrara prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En el concilio defendió el documento Nostra Aetate, un documento que versaba sobre el respeto hacia las otras religiones y sobre el derecho a la libertad religiosa. En realidad, una vida tan larga tiene muchos meandros...

En 1959, cuando Ratzinger ingresó como profesor en la Universidad de Bonn, su conferencia inaugural tuvo un título significativo no solo en el devenir de su carrera académica, sino en el carácter de su futuro papado. Se tituló “El Dios de la fe y el Dios de la filosofía”, puro raciocinio, también necesario, en el acercamiento al concepto del Altísimo. Cuatro años después, ya en la Universidad de Münster y coincidiendo con la celebración del Vaticano II, era un consolidado teólogo. En la Universidad de Tubinga, donde aspiró a ocupar una vacante en teología dogmática, fue colega de Hans Küng, con quien luego protagonizaría grandes enfrentamientos, pues ya durante la primavera del 68 Ratzinger había vuelto a la Universidad de Ratisbona y empezó a moverse en un ambiente mucho menos reformista. Tal vez habían pasado los años más radicales de su juventud, aunque continuó manteniendo su perfil academicista de una profunda raigambre humanista. En 1972 fundó la publicación Communio, publicada nada menos que en 17 idiomas y que habría de convertirse en una de las revistas católicas más influyentes de todo el mundo.

Ratzinger llegó a ser un papa poco común. Hablaba diez idiomas, entre los que se encuentra no solo el alemán, el italiano o el inglés, sino también el francés, el español y el latín. Leía con sobrada competencia el griego antiguo y el hebreo. Miembro de varias académicas científicas europeas, recibió ocho doctorados honoris causa. Pianista de vocación, su compositor de cabecera era Mozart. En 2005, fue incluido en la lista de la revista Time de las 100 personas más influyentes del mundo.

Su visión del cristianismo

Lo que nadie podrá negarle nunca a Ratzinger es su dedicación al pensamiento sobre el hecho religioso en general y el cristianismo tan en particular. Siempre defendió que había que superar la abstracción metafísica y abrirse a un nuevo lenguaje que, desde los textos evangélicos, conectase existencialmente con los problemas e inquietudes del hombre contemporáneo. Nunca ha ocultado, de hecho, su influencia de Heidegger o Karl Jaspers.

Benedicto XVI siempre insistió en que “el cristianismo no es un moralismo”; nada que ver con una religiosidad en busca de la recompensa de la salvación. Precisamente sobre la escatología escribió una obra titulada así precisamente donde pretendía encontrar una respuesta teológica a una sociedad aburguesada y atenazada por el constante miedo al sufrimiento y a la muerte. Por otro lado, mostró su preocupación por un relativismo que pone en solfa la idea de verdad dogmática y moral y combatió la identificación del compromiso social cristiano con la colaboración en las nuevas estructuras de poder revolucionario que surgieron especialmente en Latinoamérica. En este sentido, se convirtió en un azote contra ciertas formas de la Teología de la Liberación influidas por el marxismo. Siempre entendió que el cristianismo es incompatible con la adhesión a sistemas de dominación y opresión, sean del signo que sean, comunistas o capitalistas. En su libro Teoría de los principios teológicos, materiales para una teología fundamental, defiende que la Iglesia debe superar sus disputas internas y asegura que la primera regla del discernimiento espiritual es que donde está ausente la alegría y el humor también lo está el Espíritu. Hoy, día de Nochevieja de sus 95 años, el papa emérito le ha dicho adiós a este mundo después de haber dado la más sabia lección de su vida: la de su retirada en 2013 del papado, dando por sentado que ni siquiera el representante de Dios en la tierra es tan imprescindible como se pensó en el pasado. Otro avance más que ya ni siquiera descarta el papa Francisco.