Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 17 dic 2017 / 22:08 h.
  • Bella Emperatriz del Norte
    En Tartan Weaving Mill, fábrica de los populares tartanes, un atractivo turístico es hacerse fotos ataviado a la escocesa.
  • Bella Emperatriz del Norte
    The Royal Mile, junto al cementerio de Canongate donde Adam Smith sigue practicando el liberalismo póstumo.
  • Bella Emperatriz del Norte
  • Bella Emperatriz del Norte
    Pie de foto. / firma de fotógrafo
  • Bella Emperatriz del Norte
    Victoria Street, el ‘auténtico’ Callejón Diagón de Harry Potter.
  • Bella Emperatriz del Norte

Uno no quiere irse de Edimburgo por la misma razón por la que no quiere que se acabe la novela que lo tiene atrapado. Hasta en eso es literaria la Lejana Emperatriz del Norte, como la tituló Walter Scott, capital de Escocia y patria natural de cualquier ser humano dispuesto a aventurarse en la búsqueda de sí mismo allí donde pensar, imaginar y recordar forme parte esencial de la mecánica de la vida cotidiana. Piedras celtas, ladrillos victorianos, evocaciones fantasmagóricas, pubs donde se cuentan historias de ajusticiados, tradiciones populares y rincones que inspiraron a la autora de Harry Potter componen el despampanante hábitat del que probablemente sea el medio millón de personas más amables, simpáticas y agradables de la isla de Gran Bretaña. «Es cierto. Son así», confirman los españoles residentes en la ciudad donde nacieron Arthur Conan Doyle, Sean Connery, Walter Scott, David Hume, Tony Blair, Robert Louis Stevenson y su más horrenda creación: el doctor Jekyll, personaje inspirado en su paisano Deacon Brodie, en cuya memoria se alza una de las más populares y pintorescas tabernas de cuantas hacen esquina en la Old Town.

Planeando la estancia con la suficiente antelación, y si a uno no le importa servirse para ello del Aeropuerto de Málaga tanto a la ida como a la vuelta, el viaje a Edimburgo puede ser sorprendentemente económico. Y agradable. Cuenta la granadina Carolina Jiménez, afincada en la ciudad y dedicada a guía turística, que el carácter de los nativos es así «porque creen en el karma, en que se recibe lo que se da y se da lo que se recibe». La gente allí tira más por lo celta que por lo eclesiástico, y ni siquiera la iglesia predominante, la presbiteriana, seguida teóricamente por un 40 por ciento de la población, tiene más de un 20 por ciento de practicantes. El que uno de los más llamativos templos de la Royal Mile o Milla Real, calle principal de Edimburgo, sea hoy un bar es un ejemplo bastante ilustrativo del dato.

Cita ineludible con la historia en el descomunal castillo que corona Edimburgo (hay que echarle un día entero pero sale uno de allí con la Edad Media convalidada). Y cita también con la oveja Dolly. Ella aguarda convenientemente disecada tras una urna de metacrilato en una de las zonas más nobles del Museo Nacional de Escocia, de entrada gratuita, con lo cual comparte domicilio habitual con varios esqueletos de dinosaurios, el ajedrez de Lewis, un traje de Elton John, diversos engendros mecánicos de esos que echan mucho vapor, voraces depredadores en estado de fiambre, una guillotina con un largo curriculum mortis y, entre 8.000 joyas más de muy diversa naturaleza, una vitrina donde se exhiben caretas tribales de la Polinesia, máscaras de danzantes de por ahí lejos... y un antifaz de nazareno con su capirote y todo, procedente de la Hermandad del Milagroso Cristo de la Humildad y Paciencia y María Santísima de la Salud, de Zafra. Las diversas formas de cubrirse la cabeza por devoción están allí presentes, a modo de surtido.

Además de Dolly, otro que también dicen que sigue presente en Escocia es el fantasma de George Bloody Mackenzie, el abogado torturador de los puritanos presbiterianos del siglo XVII conocidos como los covenanters, que no reconocían al rey como cabeza de la iglesia y fueron ferozmente reprimidos y encarcelados, bajo el más severo régimen de castigos imaginables, en lo que hoy es el parque cementerio de Greyfriars. Allí, enterrado en un espantoso y áspero mausoleo que da grima solo de verlo, el espectro de Mackenzie gobierna el lugar que algunos señalan como el de mayor actividad paranormal del planeta, donde es creencia popular que algunos de los visitantes salen con arañazos y magulladuras, cuando no con los pies por delante. Es, sin duda, el lugar más triste y desangelado de la ciudad. Rezuma soledad, destemplanza, algo atenuada gracias a otro peculiar fantasmita: el del perro Bobby, un skye terrier que durante 14 años custodió la tumba de su amo fallecido, John Gray, y que allí mismo tiene su sepultura. Sobre la lápida aparece, cada noche, un montoncito de palos que los edimburgueses van depositando a lo largo del día para que Bobby y su dueño jueguen de madrugada. Allí mismo, a la salida del parque y junto al Puente George IV, tiene su estatua este Bobby al que locales y visitantes frotan el hocico, deseosos de hacerse con la buena suerte que la superstición atribuye a este ritual. No muy lejos de ese lugar también se le frota el dedo gordo del pie a la estatua del filósofo David Hume cuando se precisa una ayudita intelectual, gesto muy habitual de los estudiantes en fechas de exámenes y de los Erasmus como colofón a sus educativas rondas nocturnas por los pubs del centro.

De vuelta a Greyfriars, y puestos a seguir compensando el mal fario del martirio de los covenanters, en el costado derecho del cementerio se encuentra la George Heriot’s School, una escuela privada de potteriano aspecto y dividida en cuatro casas –Lauriston (identificada por el color verde), Greyfriars (blanco), Castle (azul) y Raeburn (rojo)– en la que se inspiró J.K. Rowling para su Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Es uno de los hitos del itinerario por los lugares que alumbraron a la autora de Harry Potter. La estatua de John Knox –¿o habría que decir de Albus Dumbledore?–, la cafetería The Elephant House –donde tantas páginas del joven mago fueron imaginadas y escritas–, la tumba de Tom Riddle, más conocido como Voldemort, cuyo nombre tomó Rowling de una de las lápidas de Greyfriars –al igual que el de la profesora McGonagall, apellido copiado del de un poeta local sepultado en el mismo cementerio–. Y sobre todo, Victoria Street. Que a algunos les gustará más denominar Callejón Diagón y donde el localito que inspiró la tienda de varitas de Olivander es, sencillamente, tan inverosímil como mágico.

Sí: Edimburgo y los cementerios se aman. Tirando Royal Mile abajo, poco antes de llegar al Palacio de Holyrood, el de Canongate guarda los restos del inventor del capitalismo, Adam Smith. Tan buen economista era que todavía hoy, 227 años después de su muerte, la gente se aúpa a la verja de su sepulcro para lanzarle monedas bajo la creencia de que si al rebotar en el muro caen sobre la losa, significa que se hará uno rico. Hablando de lanzar: hay un corazón en la calle que si le escupes, vuelves a Edimburgo. Algo así como en Roma con la Fontana di Trevi, pero a lo guarro.

No hay que olvidar los pubs. Hay miles, a cual más cautivador. En Grassmarket, la antigua plaza de los ajusticiamientos públicos, está The Last Drop (El último trago), de cuyo nombre es fácil deducir la razón. Como excursión, el Lago Ness y las highlands en un itinerario rebosante de historias y de leyendas. Y puestos a elegir recuerdos, dos: el whisky (en el duty free no es más barato, pero al menos no hay que facturarlo) y los tartanes, esos típicos tejidos de cuadros que se venden por doquier y que se fabrican a la vista de todos en Tartan Weaving Mill, al pie del castillo, entre cuyos atractivos está el poder hacerse uno fotos ataviado a la escocesa, como si fuese miembro de un antiguo clan. Es el McTurismo. Un ejercicio de lo más recomendable y enriquecedor en una tierra acogedora a la que siempre hay que volver, tenga uno la puntería que tenga con los escupitajos y siempre que Adam Smith no diga otra cosa.