Hasta el primer tercio del siglo XIX la Real Parroquia de Santa Ana fue el destino de la estación de penitencia de las hermandades del barrio de Triana que procesionaban en Semana Santa, mientras que las de la otra orilla del río se dirigían a la Catedral. Pese a la existencia del llamado puente de barcas, único que existía en la ciudad y cuya construcción fue ordenada en 1171 por el califa almohade Abu Yaqub Yusuf, el Guadalquivir constituyó durante varios siglos una barrera física infranqueable para las cofradías del arrabal, lo que aumentó la sensación de aislamiento del barrio respecto a la ciudad de Sevilla y contribuyó a crear una identidad diferenciada, incluso en el estilo de sus cortejos procesionales, que aún hoy permanece.
Sin embargo, en el año 1830 se produciría un episodio singular y de enorme trascendencia que cambiaría para siempre la historia de la Semana Santa trianera. Por motivos que se desconocen, la hermandad de la O se decidió en la madrugada del Viernes Santo de ese año a cruzar el inseguro puente de barcas que unía el barrio de Triana con Sevilla para entrar en el recinto amurallado de la ciudad por la puerta de Triana y dirigirse a la Catedral, un acto de arrojo que sirvió de ejemplo al resto de las cofradías trianeras, que con el paso del tiempo contiuaron el camino iniciado por La O.
Muy pocas noticias se tienen de este momento en el archivo de la hermandad, si bien hay una magnífica descripción de este concreto instante en que los integrantes del cortejo se adentraron en la precaria estructura de un puente que se encontraba en continuo movimiento. «(...) Con las debidas precauciones, si consentir que pasase nadie más que los nazarenos y el acompañamiento, la procesión entró por el puente con tan devoto silencio, que se oían las pisadas y el recrujir del tablazón al avanzar las pesadas andas (...)».
Esta primera estación de penitencia de una hermandad trianera a la Santa Iglesia Catedral marcó un hito importante en la historia de la hermandad de la O y en los anales de la Semana Santa de Sevilla. El puente de barcas, así llamado porque su construcción se realizó mediante la unión con cadenas de hierro de varias barcas sobre las que se situaron dos pasarelas de madera, fue el único puente que existió durante casi siete siglos sobre el Guadalquivir a su paso por la ciudad. Una curiosa obra de ingeniería del periodo almohade que se mantuvo en activo hasta el año 1852, meses después de la inauguración del puente de Isabel II en el mismo emplazamiento que ocupaba el puente de barcas.
Las continuas crecidas del Guadalquivir también han sido un fuente de miseria para numerosas cofradías. Cuando se desbordaba el Guadalquivir o alguno de sus afluentes –como el Tagarete, el Tamarguillo o el Guadaira–, las temidas inundaciones enterraban bajo el agua a las zonas más bajas de la ciudad y a barrios enteros, como el de Triana o San Bernardo. Relata el profesor Leandro Álvarez Rey que las inundaciones de 1876, 1881 y 1892 tuvieron el carácter de tragedia nacional y en la riada de 1926 el agua llegó a alcanzar los 7,9 metros de altura. Ezpeluznantes son las fotografías que han quedado para la posteridad de la inundación que asoló Sevilla el 27 de enero de 1948 con la parroquia de San Benito enterrada en metro y medio de agua y las sagradas imágenes flotando entre bancos, confesionarios y cuadros.
CASI TODOS LOS PUENTES HAN TENIDO SU ‘BAUTIZO’ SACRO