Donde los azules hieren es el título del reciente poemario de José María Pedernal y a mí esta tarde en la que el sol se desvanece y se hace noche en el espejo de los lirios azules sobre los que va durmiéndose también el Señor de la Caridad de Santa Marta, acudir a su salida procesional me resulta efectivamente como una cita con la más profunda poesía. Porque si un sello caracteriza la mística literatura del hilo argumental de su cortejo, desde la cruz de guía hasta la postrera sombra de sus penitentes –que es todo un esfuerzo de significaciones y simbolismos mantener tras su único paso los largos tramos de cruces que entran en el templo casi con la plaza vacía– es su concienzuda obsesión de ganarnos a través del verso libre que compone a base de un sinfín de sensibles detalles.
En su universo de Meditación y Adagio de Albinoni flota el espíritu de quien puso allí esa rosa nacida de la sangre goteante de la mano y que por cierto no fue Iñaki Gabilondo, él solo la regaló con una estremecedora intención pero a todas las hermandades y fue cierto claretiano el que tuvo la feliz idea de proponer dónde ponerla en este misterio. Sin embargo hay mil trazos más que acompañan como una sorda rima asonante el andar de nana y mimo de este traslado al sepulcro. Por ejemplo. Las otras rosas invisibles que también salpican el monte con su correspondiente homenaje, las manos de María Magdalena convertidas en patena sagrada, la asimétrica cola del manto de la Virgen como un adiós de pena y de añoranza sobre el canasto, el pliegue de la sábana en el puño de Nicodemo donde está bordado el escudo más inédito de la hermandad, las bocinas vueltas hacia dentro para que de verdad puedan admirarse sus paños, las cuatro túnicas de terciopelo que tocan el dorado, los blanes fúnebres que se desploman de su espadaña, la presencia de Dios en cada postura de sus filas, su silencio de profundis que contagia hasta ese punto de no aparentar una cofradía de negro más, sino una cofradía de azul de caridad.
La tengo por eso quizá como la cofradía más poética de la Semana Santa, con tanto como lo son todas y los mares de tinta a que todas han dado lugar. Pero es que no me refiero a poesía de Buzón, Charlo o Quintero –que llegado el momento también fueron hondos y místicos– sino de Cernuda, Montesinos, Sierra o Romero Murube. De atardecer y despedida que nos empapa. Por eso aquí sí que los añiles mueren (en su mar de flores y en su cielo poniente) y sólo puede ser bella y poética una muerte si, como ésta, tiene su propio horizonte de esperanza.
Cuando se tiene aprendido este concepto de hermandad que entre grandes hermanos y amigos me supieron mostrar con infinita fraternidad, me entenderán el impactante recuerdo que conservo fresco de hace ya cosa de 30 años, antes del exilio en San Martín, una mañana de Lunes Santo, hora temprana y tranquila de visitantes, cuando advertí de repente la presencia de un poeta en mayúsculas, Antonio Gala, ante el paso. Guardo un inventario de nostalgias de aquel tiempo que solo me entenderán los antiguos de la nómina: Ana la sacristana, Don José Talavera el párroco, la capilla que se convertía en tránsito, los altares en su sitio, el sagrario viejo mutado en almacén con su descomunal sanandrés, los neones deprimentes colgando su fría luz vertical en la corona de las lámparas góticas de las naves, los tramos de una cofradía tres veces menor a la actual discurriendo alrededor del paso antes de salir, la casa hermandad adosada a la iglesia con su resultona fachada y sus ventanales donde la luna pernoctaba en el eco mudo de los azahares las noches de Cuaresma. En un Lunes Santo de aquel contexto llegó, como digo, Antonio Gala para detener sus ojos y su mente de poeta en el cúmulo de poesía del paso de Santa Marta.