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Actualizado: 29 may 2016 / 08:53 h.
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Hacia el final del curso político en Andalucía, la institución mejor revestida de ecuanimidad se echa encima otra capa, la de aguafiestas, para llevar la voz de la ciudadanía a la cámara de debate de las políticas públicas.

El Defensor del Pueblo suele llevar al Parlamento un discurso severo. No podía ser menos, en la medida en la que condensa la infinidad de lágrimas que se han vertido a lo largo de un año en los despachos de su oficina. Lágrimas de personas reales, con problemas reales, sin soluciones reales. Gente que concreta en madrugadas de desvelos las preocupaciones abstractas de esas otras 109 personas que ocupan escaños en el Hospital de las Cinco Llagas y que representan los intereses de ocho millones y medio de personas reales y concretas. De las que no duermen, agobiadas por los problemas que la administración tiene la obligación de disolver o de paliar, cuanto menos.

El papel del Defensor (lo decía el propio Jesús Maeztu) es el de «poner luz sobre los fallos del sistema». Y esa aseveración revela una circunstancia de sobra conocida: la desconexión que existe entre los representantes políticos y las problemáticas sociales reales. En ese sentido, el discurso del pasado martes vino a significar una toma de contacto que revolvió a muchas de sus señorías en el escaño; que enrojeció el rostro de algunas de ellas y que, sin embargo, hizo que otras se embutieran en el incómodo traje de la falsa satisfacción por el deber cumplido, pensando desde la posición que les ubica por encima del bien (y sobre todo del mal) ajeno.

Hablaba Maeztu de malos baches, que ninguno de los que se sientan en la cámara a razón de una media de 2.600 € netos al mes han cruzado en los últimos años. Hablaba Maeztu de todo aquello a lo que millares de andaluces han renunciado, probablemente para siempre, y de todo aquello a lo que aún están dispuestos a renunciar todavía. Hacía Maeztu un retrato en gris de la Andalucía que seguimos queriendo pintar del verde de la esperanza, levantando tabiques de luz irreal entre las vigas, los pilares y los encofrados de los esqueletos de hormigón que se han convertido en parte de los paisajes urbanos; vestigios arqueológicos de una crisis a la que aún le falta mucho para ser historia, en la medida en la que sigue siendo noticia a diario. Y esa esperanza será real y tangible cuando lo sea para todos los habitantes de una tierra que se ha quedado yerma de oportunidades. Hablaba Maeztu de los hijos y los nietos que se fueron y que ya solo volverán en vacaciones, reservando billete de ida y vuelta desde ese otro rincón en el mundo en el que encontraron la prosperidad que aquí se cansaron de buscar en cada esquina, bajo cada alfombra. Gris sobre negro: jóvenes que llegaron a aspirar con ilusión a los mismos sueldos mileuristas que hace un decenio nos parecían el mayor mal de nuestro tiempo, porque no les permitía acceder a la hipoteca de viviendas de precio desproporcionado.

Del discurso que se ha quedado atrapado en algunas conciencias y en los moldurones renacentistas del salón plenario del Parlamento, se extraen fragmentos que forman parte de las conversaciones que mantienen esos ciudadanos que sí saben lo que son las noches con pesadillas de facturas impagadas, de retrasos en la hipoteca. «Si damos por normal que una familia tenga dificultades para llegar a fin de mes con un único salario, ¿cómo vamos a entender que pueda hacerlo sin ingresos?». Cañonazo de realidad irrebatible a las líneas de flotación del buenismo y el conformismo de la administración pública.

En el último retrato en gris de Andalucía hay comedores escolares que «han pasado de ser un instrumento para la conciliación profesional a un recurso social, para que los niños tengan al menos una comida caliente al día». La del estómago se ha convertido en muchos casos en la conciliación más urgente, como en los tiempos que parecían desterrados en los rincones oscuros de la historia, pero que han recuperado una descorazonadora vigencia. Hoy nos cuentan que son concesiones al privilegio lo que ayer nos vendían como derechos irremplazables, y que consolidamos tras abandonar el tercer mundo al que muchos relegaban a una Andalucía que resurgió desde el talento y el compromiso. Apenas 30 años, apenas una generación duró la comunidad sobre el mapa del mundo desarrollado del que fue de nuevo desterrada por la crisis económica.

El trabajo, el esfuerzo, la imaginación son las mismas; las capacidades, la formación, mucho más amplias. Y de los complejos ni siquiera se guarda recuerdo. Pero que toda la sociedad andaluza abandone el marco en el que se encuadra el retrato en gris para que el color vuelva a la inmensa mayoría de los hogares requiere, en primer lugar, de una toma de conciencia real de quienes esta semana restregaban sus americanas de lana virgen y sus vestidos de seda en los escaños del Parlamento de Andalucía, con las verdades cotidianas disparadas por Maeztu. Y después de esa toma real de conocimiento de los problemas reales de los ciudadanos... un compromiso real para emprender sus soluciones. Y sin que vuelva a ser necesario un discurso incendiario del Defensor del Pueblo.