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Actualizado: 17 jul 2021 / 18:27 h.
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  • Fotografía: EFE
    Fotografía: EFE

Son miles de personas las que han muerto desde que conocimos la existencia del SARS-CoV-2 y a causa de la enfermedad que genera ese coronavirus. Miles y miles de personas. Y son muchas más las que han quedado heridas para siempre, bien por las secuelas que deja la enfermedad, bien por la pérdida de seres queridos.

La Covid-19 ha arrancado vidas de cuajo, ilusiones, esos buenos momentos que ya no serán, esperanzas y amores sentidos o por sentir. La Covid-19 nos ha cambiado la vida de muchas formas, en todos los aspectos y en todos los sentidos.

Llevamos meses viviendo con los sentimientos a flor de piel. Nos hemos emocionado aplaudiendo a los sanitarios, recordando a los muertos, celebrando a los bebés que han llegado a este mundo en momentos delicados. Hemos sufrido viendo cómo muchos perdían sus trabajos; cómo otros los conservaban gracias a los empresarios de raza, esos que lo son de verdad y que trabajan duro para crear riqueza, empleo y prosperidad. Hemos llorado sin consuelo al conocer la noticia que más alegrías ha traído a este mundo en las últimas décadas: la creación de las vacunas y su enorme eficacia ante el SARS-CoV-2, hemos celebrado la vida como nunca antes porque hemos sentido el aliento de la muerte en la nuca.

La pandemia ha servido para que sepamos que nuestra arrogancia y nuestra estupidez han llegado a límites asombrosos. Creímos que éramos dioses indestructibles, poderosos como la propia naturaleza; aunque en realidad somos una especie que crece de forma descontrolada y destroza todo lo que encuentra a su paso y que, al mismo tiempo, nos convertimos en pasto de seres desconocidos que, de alguna forma, tratan de equilibrar las cosas en el planeta. Somos como las plagas de insectos que tratamos de erradicar nosotros mismos. La pandemia ha servido para que sepamos que los límites existen y que estamos a punto de llegar hasta ellos. Somos mortales y lo habíamos olvidado.

La pandemia ha servido para que sepamos que podemos creer que somos capaces de mejorar. Los malos momentos nos sirven para pensar que somos capaces de amar, de empatizar, de ayudar... Y sirven para que sepamos que es falso, que no aprendemos con facilidad, que no mejoramos de un día a otro. Nos sabemos la teoría, pero la práctica se nos da regular.

Sea como sea, es emocionante pensar en la cantidad de personas que ya no están porque hicieron lo que tenían que hacer en los hospitales de todo el mundo, en la cantidad de ancianos que no pudieron hacer nada que no fuera sobrevivir como fuera o morir solos; emociona saber que, a pesar de todo, hay más gente buena, entregada y sincera, que los que negocian o politizan incluso el dolor de todos. Sea como sea, tenemos la esperanza entre las yemas de los dedos y seguimos creyendo en nosotros mismos. Sea como sea, saldremos de esta mejor o peor.

El coronavirus nos ha robado los abrazos prometidos, los deseados, los debidos y los obligados, a todos aquellos a los que hemos querido tanto. Sin remedio, sin compasión. Y el coronavirus ha impuesto la ley del llanto que llega para celebrar, parar despedir, para echar en falta o para demostrar una emoción que nunca falta a pesar de todo.

Vivimos la era de los abrazos robados y de las lágrimas impuestas. Aunque vivimos. Ojalá seamos capaces, finalmente, de dar un golpe de timón y dirigir la proa de la humanidad hacía una forma de vida mejor.