Por Beatriz Silva, 15 años, ganadora de la XII edición de Excelencia literaria
Ya no hay rencor en su mirada, ya no hay tristeza en sus ojos. Las resignación se ha desvanecido de su rostro dejando paso a la calma, que ahora parece querer abarcarlo todo. Sus párpados están cerrados y el tacto de su piel es pétreo y frío como témpano de hielo. Las manos apoyadas en cruz sobre su pecho parecen querer detener el tiempo y todavía son visibles la pequeña cicatriz de su mejilla y la cadena con el crucifijo que pende sobre su cuello.
Su expresión adormecida transmite serenidad y estabilidad y actúa como leve bálsamo ante la inquietud y el dolor que ahonda en los corazones de los presentes, que derraman lágrimas a la vez que dejan caer suspiros entrecortados. Y es que él, desde otra dimensión inexplicable, se observa a sí mismo recostado sobre el mullido terciopelo rojo que forra las paredes del ataúd donde yace.
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Posa su mirada en la primera fila de personas frente a su ataúd y por un momento no sabe reaccionar. Piensa en exclamar: <
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El entierro ha llegado a su fin. Cuando el cementerio se encuentra vacío, los pétalos de rosa esparcidos por el viento y los árboles meciéndose suavemente, como representando un último baile de despedida a su cuerpo, que se halla ya bajo la tierra, su alma joven observa la puesta de sol y la belleza del mundo por última vez. No está angustiado, ni preocupado, ni siquiera triste. Muy al contrario, espera ansioso la llamada y el paso a la felicidad eterna. Cuando el último rayo de sol se oculta tras las montañas, sabe que por fin su hora ha llegado.
Aferra la mano que se le tiende y mientras la luz eterna le engulle, llora de dicha. <