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Actualizado: 13 ene 2020 / 07:37 h.
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  • Imagen EFE - Archivo
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Hubo un tiempo en el que mi deseo fue llegar a ser un buen buscador de oro. Era un crío. No recuerdo la causa por la que renuncié a serlo. Me interesa poco. O nada. Más tarde quise ser conductor de autobús. Me parecía fascinante poder manejar un vehículo tan aparatoso. Creo que renuncié a la idea cuando vi que uno se bajaba para entrar en el baño de un bar con el dedo metido en la nariz. Así son los chavales. Se topan con la realidad, de buenas a primeras, y la decepción es grande. Y pasajera (apenas se queda un instante). También me rondó una extraña idea. Me gustaba mucho imaginarme en un submarino. Concretamente en la sala de máquinas arreglando motores (son los que en las películas ven morir desde la escotilla, sin remedio, a los compañeros o los que mueren siendo observados por el único que se salva. El orden podía variar dependiendo de donde me colocase en cada momento aunque reconozco que solía salir ileso de todo aquello). Por último, un buen día, tomé la decisión de dejarme llevar. Que sea lo que el destino me tenga reservado. Algo así supongo que se me pasaría por la cabeza. Y aquí estoy pensando en lo que el destino reserva a cualquiera de nosotros.

Una cosa es segura: todos terminaremos enterrados o metidos en un jarroncito que luego alguien vaciará llorando amargamente en nuestro bosque preferido. O nos meterán en una vitrina junto a la vajilla. Es esta una certeza que nos convierte en lo que somos. Es la compañía de una muerte segura lo que hace que cambiemos de rumbo, que lo equivoquemos con tanta frecuencia. Deseamos convertir lo efímero en eterno, dejar constancia de que por aquí hemos pasado haciendo algo grande. Nos gusta ver como se inunda la sala de máquinas desde una escotilla protectora. Siempre lejos de la muerte. Por ello nuestro destino se dibuja desde lugares que no nos corresponden y nos hacen más infelices. Porque el tiempo no se alarga y somos miedosos. Nos guste o no. Y por esa misma razón preferimos pensar en un destino agradable que nos abofeteará de forma inesperada provocando un dolor reservado mucho antes para esa ocasión. Nos guste o no, también.

Llenamos nuestra vida de destinos inventados. Cualquier destino sirve excepto el que nos lleva a la muerte. Pero casualmente todos los destinos acaban junto a la parca. Así que voy a seguir en mis trece. Prefiero dejarme llevar. Que sea lo que el destino me tenga reservado.

De momento voy a continuar escuchando la sinfonía número uno de Edward Elgar, tomando un refresco con mucho hielo y mirando la calle desde la ventana. Es lo mejor que se puede hacer después de pensar en la muerte. Eso o intentar mirar desde la escotilla todo lo que pasa alrededor. Y puestos a mirar prefiero la calle. Mejor desde la ventana.

Nos vemos al final del camino.