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Actualizado: 01 oct 2019 / 08:50 h.
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  • Distante Alameda de Hércules

El desplazamiento del río Guadalquivir provocó que en Sevilla se originara un lago de aguas estancas junto a las murallas romanas y desde entonces a este lugar se le conoció como La Laguna y así siguió hasta que el Renacimiento le tocó con su varita mágica y la zona se convirtió en un espacio verde de primer nivel mundial señalándose como uno de los primeros jardines de Europa y ejemplo para muchas zonas verdes del mundo, aunque Sevilla siempre era de pequeños jardincillos más íntimos. Y como en esta bendita ciudad creemos que la ciudad surgió por generación espontánea les diré que hablamos del año 1560 y de un lugar que se bautizó como La Alameda de Hércules.

¡Cuántas cosas ha perdido Sevilla! El vergel del que les hablo poseía tres fuentes y tres avenidas por la que discurría abundante agua y regaba a más de 1700 árboles entre naranjos, cipreses y álamos (hoy en día contamos nuestra masa forestal más por los alcorques vacíos que por los árboles hallados en la ciudad). Y aunque por aquellos tiempos no existía Licenciaturas en Medio Ambiente, fue Francisco Zapata el que comprobando que aquella laguna se había convertido en un lugar de desperdicios de aguas residuales y pluviales, basura y gérmenes de enfermedades, tomó la decisión (hizo bien en no preguntar porque si lo hubiese hecho estaríamos hoy en día esperando la respuesta de los responsables de la ciudad) de reorganizar todo aquello, tanto las aguas de la zona como la arboleda, y para darle más enjundia al asunto, cogió dos enormes columnas de la calle Mármoles (no hay nada como el producto de casa) y las llevó a la parte Sur colocando en su parte más superior las estatuas de Hércules (fundador de la ciudad según la mitología) y de Julio César (por aquello de hacerle un guiño a nuestro antepasado romano).

200 años después ¡seguía existiendo la Alameda! y no contenta la sevillanía con la zona se colocaron 1730 álamos más y otras tres fuentes y las dos columnas rematadas con sendos leones (ahí en ná; aviso para la Delegación de Parques y Jardines de Sevilla). Y aunque en Triana ya existía por entonces la fiestas de la Señora Santa Ana (Velá de Santa Ana), en La Alameda de Hércules, espacio fresco, organizado y agradable, empiezan a celebrarse fiestas que serán la antesala de la Feria de abril. Hoy, sin embargo, la vista sólo atisba esa planicie áspera y sin concesiones donde, según la estación del año, crecen sombrillas IKEA o calentadores de gas que han sido la bendición sevillana de los fumadores en invierno.

Durante los siglos XVIII y XIX, La Alameda fue un foco de encuentro, el Pópulo de Sevilla, lleno de kioskos y pequeños teatros callejeros con múltiples representaciones al aire libre; ¡Ayyy esa cultura de teatros y museos que Sevilla ha dejado escapar entre sus dedos! Y hasta surge el técnico urbanístico de turno y se lleva una de las fuentes de La Alameda llamada por el populacho como “la pila del pato” hasta la plaza de San Leandro; era el nacimiento sevillano del síndrome de la destrucción urbanística. ¡Desde luego que en Sevilla no hay nunca margen para la sorpresa!

En La Alameda se encuentran palacios como el de Las Sirenas o la casa donde nació Gustavo Adolfo Bécquer (así es; el mismo que de vez en cuando se dejaba caer por la tasca El Rinconcillo para escribir) pero aparece nuestro tiempo más sevillano del siglo XX donde dejamos la degradación de la zona. Hemos retirado aquella inmensa arboleda, las fuentes, las verjas de casi 150 años de antigüedad, el albero, etcétera. Y siempre me pregunto por qué este vergel ideado por el conde de Barajas hace ya casi 450 años no ha sabido quererlo Sevilla como ese lugar íntimo, personal y misterioso que define la esencia de esta ciudad. ¿Dónde está esa Sevilla que es amante de sus monumentos y de su urbanismo y que no ha sido capaz de salvar el esplendor de la zona?

Sólo nos quedan aquellas dos columnas y sus estatuas enfadadas de ver el desarrollo de aquella laguna inicial que se convirtió en un jardín modelo y que ahora está repleta de bares y degradada en su espacio público.

¿Por qué Sevilla, tan estática y moderna no mantuvo este maravilloso espacio verde? Hoy en día contemplamos a La Alameda como ese espacio vejado y sembrado de asfalto y bares, adoquinado sucio hasta más no poder, donde buscar un trozo de su historia es imposible y con escenas de fachadas maltratadas por la falta de mantenimiento o donde lo vulgar gana al lujo geométrico de una decoración mínimamente renacentista. La Alameda de Hércules del siglo XXI está llena de terrazas extravagantes donde las viviendas laterales se han convertidos en almacenes al aire libre de estos bares y donde cada uno de ellos va a su aire en la estética de sus mesas y veladores; desde la mesa y silla Coca-Cola hasta los palés de madera convertidos en mesas astilladas de madera por aquello de llevar los más moderno. No hay un sólo sitio en La Alameda de Hércules que recuerde sus maravillosas fuentes; lo más parecido es ese adoquinado geiser que echa esos chorritos a modo de búcaro viejo enterrado en el suelo. ¿Sabían que los adoquines de La Alameda son de color albero para imitar la tierra sevillana que siempre ha existido allí? Si hiciéramos la teoría demostrativa de limpieza del portavoz Beltrán Pérez menuda peonada nos quedaría en el lugar. Pasear hoy en día por La Alameda de Hércules es para, quien conozca su historia, llorar lo que fue y lo que, pudiendo ser, ha quedado. En este espacio, Sevilla pudo inocular el deseo por lo verde y por esa proporción exquisita entre la persona y el lugar que le rodea. Así se convertiría en ese retiro de la intimidad sevillana que antaño fue La Alameda de Hércules.

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