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Actualizado: 16 dic 2020 / 19:04 h.
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  • Dos no pelean si uno no quiere

Por Silvia Marcé

Los cuatro se alegraron cuando el sonido del carrete se elevó por encima de las risas y la conversación. Podría decirse que fue todo un acontecimiento: mientras Jeff se enganchaba la caña al arnés, Mike y Cliff entraron en la cocina del barco a por más cerveza y John, el más joven, se alborotó hasta el punto de revolotear alrededor de Jeff gritándole consejos inútiles como <<¡Mantén la espalda recta!>>, o <<¡Deja correr algo más de sedal y luego recupera con fuerza!>>.

Jeff apenas había roto a sudar y a John le brillaba la nuca cuando Mike y Cliff subieron de nuevo a cubierta. Cliff llevaba en la mano una botella de champán. En el ambiente se respiraba el nerviosismo, la excitación, la euforia e incluso el temor a la bestia contra la cual luchaban. Y es que aquella iba a ser la captura de su vida. Llevaban tres días navegando en busca no solo de un pez como aquel, sino del prestigio que les daría capturarlo.

No me demoraré en la batalla entre el animal y el hombre, la cual llevaron a cabo especialmente Jeff y Cliff; solo recalcaré que fue larga, dura y salvaje. John, que observaba las cosas desde fuera, estuvo tentado de dejarse llevar por el instinto, como si una sed depredadora se hubiese apoderado de su raciocinio. Quizás fue la cerveza, o el sudor en la espalda de sus amigos o, simplemente, la excitación del momento.

Cuando parecía que se les acababan las fuerzas, el animal, en un arranque de furia, saltó fuera del agua, mostrándose en todo su esplendor: dos metros de largo sin contar la cabeza, doscientos kilos de carne y el brillo etéreo de sus relucientes escamas.

Sacarlo del agua fue una hazaña. Y matarlo también. Poco hay que comentar del asunto, excepto el brillo febril en las miradas de nuestros protagonistas cuando golpeaban la cabeza del pez. Este se agitaba violentamente en busca de algún tipo de salvación. No faltaron los suspiros de placer ni las sonrisas cansadas, acompañadas de un pasar el antebrazo por la frente tras ocho horas de batalla.

Pero fue cuando la bestia se hallaba colgada de la grúa, con la punta de la espada goteando sangre en las tablas de la cubierta cuando John, y solo John, se percató de lo que habían hecho. El animal, que quizá tenía su misma edad, lo triplicaba en peso y lo doblaba en tamaño. Su aleta dorsal se encontraba a medio replegar, en la misma posición que cuando perdió la vida, y su ojo vidrioso parecía reprocharles la elección de aquel deporte. La línea plateada que surcaba sus escamas azul oscuro era puro platino y la cola tenía más de un metro de ancho, precedida del lomo musculado que había permitido al animal alcanzar velocidades inimaginables. Y sobre todo estaba la imponente espada, que parecía de un nácar bañado en oro. Aquella pieza era una joya de la naturaleza.

Y como bien hemos introducido antes, fue en ese momento cuando John, y solo John, se percató de lo que habían hecho, que dos no pelean si uno no quiere.

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