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Actualizado: 31 ago 2018 / 22:00 h.
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Septiembre asoma anunciándonos el inicio de un año nuevo, llevándose excesos, asuetos y menesteres estivales propios, dejando sin argumentos el almanaque que silente, observa nuestro devenir diario. Tiene septiembre esa sensación de comienzo de año, y pese a que sus primeros amaneceres no huelan a tierra mojada sí trae consigo ese dulce olor a plástico de forrar libros, a goma de nata y a cuadernos nuevos, olores que nos devuelven a la infancia. Septiembre viene envuelto en el llanto de los escolares que se inician, en calores de membrillo, en la uva negra que se ofrece generosa en los puestos de fruta, y se esconde bajo ocasos más tempraneros, de esos que se asoman por la Resolana o bajan del Puente de San Bernardo en dirección a la Puerta de la Carne, atardeceres rojos de esos a los que se acostumbraron mis ojos como el recodo al camino, que diría el cantor.

Septiembre llega con una bienal de flamenco bajo el brazo y un derbi, verdadero termómetro de esta ciudad dual que se tiñe a dos colores, llevándose el declive de un año que nació cargado de propósitos, devolviéndonos a los atascos, cobrándose los excesos, premiándonos con la añorada rutina para algunos y el inevitable castigo del regreso a todo para otros. Y por mucho que los Earth, Wind and Fire sigan poniéndole música a este septiembre, será el almanaque silente el que nos muestre la realidad deshojando sus margaritas de doce pétalos, para que antes de que nos demos cuenta estemos de nuevo mirando al horizonte desde la orilla de la playa pensando en lo rápido que pasan los años, y en lo pronto que otra vez, ha llegado septiembre.

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