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Actualizado: 03 nov 2019 / 09:22 h.
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  • El Chacho Frasquito

Infancia de velos negros.

¡Cómo me dolían a mí

los dolores de aquel velo!

Ayer fui a ver Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, y salí del cine con ganas de vomitar. No por la calidad o no de la película, que es buena, sino porque me acordé de personas de mi pueblo, Arahal, a las que veía enlutadas a mediados de los años sesenta, veintitantos años después de que acabara la contienda civil. Acordándome de mi abuela Dolores Ponce García, a la que le fusilaron un hijo con 21 años, el 22 de julio de 1936, cuando mi padre, su hermano, tenía solo 10. Siempre me habían contado que al Chacho Frasquito lo habían matado porque “pasaba por allí”, pero resulta que no, que fue fusilado.

No sé qué hizo para merecer esa horrible muerte, si es que hizo algo, porque cuando entraron las tropas nacionales en Arahal, los sublevados contra la República, lo hicieron en tal estado de enloquecimiento que arrasaron con todo y murieron decenas y decenas de inocentes, posiblemente cientos de criaturas en un pueblo de 13.000 mil habitantes. Pese a todo, recuerdo cómo otro tío mío, que era hermano del Chacho Frasquito, alternaba con paisanos suyos que, según él, eran de los malos, pero jugaba con ellos al billar y al dominó. Treinta años después habían aprendido a convivir con el odio y el rencor. Me costaba entenderlo, pero me alegraba. Arahal es hoy un modelo de convivencia.

Mi madre hablaba de la Guerra Civil como de una pesadilla, pero sin rencor ni odio. Mis bisabuelos maternos, Fernando y Ramona, eran los caseros de la huerta de Antonio Reina, uno de los terratenientes del pueblo que se salvó de milagro en los tristes sucesos de la cárcel del 22 de julio del 36. Estuvo días huyendo por los tejados, pero logró salvar la vida. Hablaba de él con cariño porque pasó gran parte de su infancia en aquella huerta y decía que sus abuelos eran felices en ella. Esclavos felices, castigados por el duro trabajo, con niños sin apenas acceso a la cultura y, por tanto, con escasa formación, que era lo que le gustaba a la derecha.

Me acordé de todo esto viendo la película de Amenábar, en la que no hay tiros, fusilamientos, fosas comunes o violaciones grupales. Pero sí elementos más que suficientes como para salir de la sala con ganas de entrar en los servicios a vomitar. La película está tan bien hecha que te acabas metiendo en la historia y llegas a sentir un enorme desprecio por Franco o Millán Astray. También por quienes tuvieron su parte de culpa en que llegara una guerra tan sangrienta. Me refiero a determinados políticos que luego se largaron del país o se quedaron y no le dieron un palo al agua.

Toda la infancia viendo mujeres enlutadas y viejos tristes sentados en las puertas de las tabernas intentando soltar la mochila del terror o ahogando sus penas y malos recuerdos en vino barato. La soleá de arriba se la escribí a mi madre, pero podría valer para Dolores Ponce García, Ramona Peñalosa Machado y tantas mujeres, que vivieron el horror y que tuvieron que pasar el trance de ver cómo les llenaron el pecho de plomo a sus hijos o nietos.

Que no vuelva a ocurrir, por los clavos de Cristo o por la memoria del Chacho Frasquito.

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