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Actualizado: 30 jun 2015 / 18:47 h.
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Quienes tratan con niños lo saben. Cuando crecen en un ambiente amoroso, los críos son capaces de montar una rabieta –esa explosión irritante y ruidosa de despotismo infantil– por cualquier menudencia. Es lo suyo, y se cura con afecto, paciencia y educación. Por el contario, los niños que sufren con mayúsculas, los que son sometidos a acoso, abusos y/o malos tratos, pueden generar hábitos violentos, pero es bastante más frecuente que se hundan en un abismo de mutismo y resignación. La congoja del menor-víctima va acompañada en muchas ocasiones de una entereza y un fatalismo que, unidos al miedo, contribuyen a ocultar y favorecer la continuidad de la situación. Hay que ser consciente de que el niño puede llegar a sentirse injustificadamente culpable de lo que le ocurre, y tiende a encubrir e incluso a disculpar a su verdugo, sobre todo si –como ocurre con demasiada frecuencia– este último pertenece a su ámbito familiar o de relación más cercano.

Sin incurrir en una alarma injustificada, debemos estar todos vigilantes. Niños que dejan de comer o comen sin parar, que desarrollan un temor nuevo a la oscuridad o no pueden dormir; críos que pierden el control de esfínteres o refieren y/o realizan prácticas sexuales impropias de su edad; niños que se vuelven huraños o apocados, que no quieren estar solos ni voler al colegio, que dejan de rendir académicamente y evitan sin explicación a sus compañeros o a ciertos adultos. Son señales que conviene atender hasta determinar su causa. Por ellos, ahora. Y por el adulto que serán en unos años.