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Actualizado: 26 nov 2022 / 16:38 h.
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  • El galápago

No recuerdo el momento en que llegó el galápago. Alguien nos lo dio, contaron muchas veces mis padres. Tampoco recuerdo el instante en que decidimos llamarlo galápago y no tortuga por el simple hecho de que era más grande que las tortugas que habíamos tenido antes. Pero sí me acuerdo de tener la edad de mis hijas y ver cómo el galápago atravesaba toda la casa, con la confianza de un inquilino muy viejo, en busca de la cocina. Si la puerta estaba cerrada, arañaba con las uñas de una pata delantera, como un perro, y mi padre le abría. La enorme tortuga se plantaba en el centro de la cocina con su cuello estirado al máximo, exigiendo la ración de carne o embutidos que no le habían llevado a la batea con agua que le hacía de hogar o de cuartel general, porque el galápago andaba como un sultán por toda la casa vieja, por los corrales, por el lavadero, se quedaba dormido tras los postes de hormigón y aparecía muchos meses después por donde menos se lo esperaba, como después de una hibernación que nos había dado hasta para olvidarlo. Así durante años, durante décadas, hasta el punto de que ya nadie en la casa supo calcular si tenía medio siglo o iba para el siglo entero. De modo que cuando el otro día me contó mi padre que se lo había encontrado despanzurrado, con las patas, la cola y la cabeza afuera, flotando en el agua, he dejado de saber, definitivamente, la edad que tengo.

El galápago era un animal doméstico con todo su silvestrismo a cuestas, con su caparazón prehistórico, su cara de lagarto antediluviano, su mirada de lagartija acuática y su cola de bicho de otra era. Y sin embargo le teníamos cariño porque se hacía querer. Acudía como cualquier otro animal de la granja que era mi casa por aquellos años a que le diéramos algo, entre el hambre y el juego. No sabría decir si lo recuerdo moviendo la cola como un perro cuando mi padre le daba un trozo de carne o es producto de mi imaginación, pero sí recuerdo con exacta lucidez su defensa del bocado cuando tratábamos, de broma, de quitárselo. Se iba con su paso lento de fiera de otra época, mirando de reojo por si alguien osaba quitarle de nuevo lo que llevaba atravesado en la boca, y subía con gran esfuerzo y tino los escalones de mármol, convencido de que solo allá en el fondo de la casa vieja podía disfrutar de su banquete en la soledad de aquel tiempo sin tiempo que eran los años sin término de su vida silenciada. Descanse en paz el galápago.

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