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Actualizado: 04 nov 2016 / 22:36 h.
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Es en los viernes de lluvia, cuando aquí jarrea como si fuera el trópico y atravesar el suelo de la plaza tiene palpable peligro; o durante esos viernes de agosto, en que los ladrillos se recuecen doblando su fuerza (¡así salió de firme la Giralda!), cuando más se evidencia su inmarcesible fuerza de convocatoria. No se necesitan redes sociales o comunicados para saber que en San Lorenzo toma cuerpo, desde hace siglos, el mensaje perfecto de la misericordia: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré». Es tan clara y tan fuerte la voz que llama, y su figura tan mansa, tan a punto de caer a tierra, que el consuelo brota con solo mirar la imagen del Nazareno. Allí está ese Dios de la ternura al que le valemos como somos. Sabe mejor que nadie de qué barro estamos hechos. Sus milagros diarios no son los de un mago hábil, sino los de un Dios valiente que apuesta por quienes estamos a punto de renunciar. A sus plantas, generación tras generación, hemos comprendido lo que encierran las palabras acongojadas del salmista: «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor; por tu inmensa ternura borra mi delito...». Nos han penetrado hasta el tuétano y las hemos repetido con otros acentos y registros, pero con igual intensidad: «No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu». A ese Gran Poder, el de su misericordia, nos acogemos siempre. Y Él, Padre bueno, que carga con su cruz, nos enseña a llevar la nuestra. ~