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Actualizado: 18 oct 2016 / 22:45 h.
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El termómetro se resiste a dejarnos abrazar un otoño que ya avanza a todo trapo en el calendario. Pero estas jornadas de calor pegajoso no evitan que la memoria viaje a otro tiempo y a otros lugares. Dobla octubre y se desempolvan algunos trastos viejos que nos sitúan en aquellas tardes interminables –pizarra verde, borrador polvoriento e inmensos cristales fijados con masilla– escuchando la cantinela inaudible del profesor mientras languidecía el día. Se salía de clase con el tiempo justo para ver ponerse el Sol más allá de los naranjos amargos que orlaban una calle bacheada que se andaba y desandaba hasta cuatro veces con la pesada cartera colgada al hombro.

Ese mismo tiempo acabó cambiando al niño que lo fue de aulas, de calles y hasta de ciudad. Y hablar de Otoño es también hablar del descubrimiento de Sevilla pero, sobre todo, de la urbe que mudaba de piel y se abría –ilusionada– a los esplendores efímeros de una Exposición Universal que cambió para siempre a Sevilla y a los propios sevillanos. Ahora se cumplen 25 años de aquel viaje iniciático que suponía un alejamiento radical de lo que habías sido hasta entonces. El hilo de comunicación con los tuyos lo marcaba el tiempo que permitía una moneda de 20 duros y una cabina verde ante la que había que guardar cola. El adolescente de entonces ya es cuarentón pero estas tardes tibias le han llevado a aquel tiempo irrepetible. Hace el mismo calor tardío y los crepúsculos teatrales son idénticos. El estudiante que fue no tanto.

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