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Actualizado: 07 jul 2017 / 21:32 h.
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Es un sevillano ausente, dueño de una socarrona ironía cervantina y de una discreta y melancólica cadencia machadiana la cual reflejó en su obra, tanto en la escrita como en la pintada. Observaba la vida pasar delante de una copa de manzanilla elegantemente vestido; camisa celeste, pañuelo al cuello de color rosa y un atípico paraguas de julio apoyado en el mostrador oyente y fiel de casa Vizcaino, donde la vida se cuenta en letras de tiza.

Era jueves en la calle Feria, y en esa calle tan suya y tan de todos, se concentra la esencia de Benito Moreno, ante el escenario barroco de un mercadillo donde todo vale, donde todo pasa y donde todo queda, que diría el poeta.

Es Benito un artista hecho a las sevillanas maneras becquerianas, cuyas rimas musicó con su voz rota y elegante, quien mientras la mañana avanzaba tras la cristalera, pespunteó sus recuerdos al compás del sonido de la vida de la calle; Cernuda, León Felipe y el tarareo de una canción del alma, de esas que se escriben para escuchar a solas, grabada con el llorado teclado de Jesús de la Rosa «Gimen como cerrojos por no querer cerrarse, van a arder y a quemarse igual que los rastrojos». Le cantó a los ojos, a la tuna, siempre inoportuna, al Lute y al olor a pueblo de la España de los 70.

Este pintor de soledades regala su conversación ilustre y susurrante a quien guste de su compañía; un explorador de intimismos del alma, artista del trampantojo, cofrade secundario o como él se define, «Soy un sevillano aburrido, de esos que se van de pronto, sin anunciar que se han ido». Un sevillano serio. Un sevillano único.