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Actualizado: 20 ene 2019 / 11:03 h.
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  • Imagen del Señor en el altar de quinario de este año. Foto: M.F.
    Imagen del Señor en el altar de quinario de este año. Foto: M.F.

Hoy la cofradía de la Amargura se reúne en torno a su titular, que es Cristo, vestido del blancor de la Eucaristía, amarrado en el candor de su Silencio. Hoy, en San Juan de la Palma, en cuyos muros cabe la presencia y la ausencia de los que son y los que fueron hermanos de la del Desprecio de Herodes, se apreciará la falta de una de esas figuras que, tiempo atrás, comenzaron a modelarla a imagen y semejanza de ese sueño del Silencio Blanco que en 1911 transformó para siempre la estampa de sus Domingos de Ramos.

No pasaron más de veintipocos años cuando nació, de los Ortiz y de los Díaz, una niña a la que cristianaron en San Bernardo porque la iglesia de San Juan estaba huérfana, vacía, llena de obras de arte y con dos retablos vacíos: los que en el Sagrario ocupaban el Señor y la Virgen con San Juan. Rocío dio sin embargo los primeros pasos y los últimos en la calle Feria, y a la esquina con la calle Viriato confluían sus sentimientos y su corazón para desempeñar el mejor cargo que Rocío Ortiz podía desempeñar: el de mujer amargurista, decidida y responsable, sabia y experimentada porque había bebido en las fuentes de un amor sin medidas y sin horas, un amor que transmitió a sus sobrinos, y de éstos a sus sobrinos nietos pasó el ejemplo de la tía Rocío, a la que veías sentada en su discreto lugar para la misa, detrás de otro de esos pilares mudéjares que han tenido por puntales a tantos abnegados sanjuanistas.

Los que conocimos a Rocío, veinte años atrás, aprendimos a reconocer en su mirada y en sus gestos, en su andar acompañado por su inseparable bastón de los últimos tiempos, el dominio tranquilo de quien conoce lo que ama, y porque ama no puede más que servir, y en el servir tiene el reconocimiento de su autoridad. El título de Camarera de Honor, que completó una trayectoria en la que tuvieron quizás el mismo peso las responsabilidades ostentadas sin más juramento que la fidelidad a su familia, fue la rúbrica final, la cercanía más alta, la emoción más hermosa que Rocío podía ostentar. Cuando, de repente, Rocío comenzó a distanciar sus venidas a San Juan de la Palma en la última enfermedad, el vacío de su ausencia se hacía notar especialmente. La vi la última vez y me eché a sus manos. No quise quedarme sin la firmeza de sus manos entre las mías, aquellas que me apretaron los dedos firmemente cuando pasé por primera vez vestido de nazareno blanco por la calle Sierpes junto a sus sillas.

Hoy suena estruendosamente el Silencio de Rocío. Y en ese Silencio la añoramos y buscamos en el recuerdo. Su rostro se confunde en la masa rocalla del canasto de Nuestro Padre Jesús, en la plata repujada de flores y de frutos de los respiraderos de la Amargura. Ella es un brillo más, un restallar de la luz del Domingo de Ramos que no se apaga. Y los que tuvimos la suerte de verla brillar abrimos hoy los ojos grandemente al destello feliz de su memoria. Descanse en paz.