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Actualizado: 11 abr 2021 / 10:41 h.
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  • Ellos, que son los que mandan

Hay un misterioso, aterrador y amenazante sujeto en las inquietantes élites de cada sociedad que hace lo que hace para jodernos, para mantenernos asustados, frustrados, controlados sine die. Nadie sabe ponerle nombre, pero hay una parte de la sociedad que se refiere al mismo sin nombrarlo jamás, seguramente porque es mejor no mentar a la bicha. En casa, de pequeño, recuerdo que lo llamaban “Ellos”, simplemente. Ellos podían ser el gobierno, la ETA, Hacienda, la Iglesia, el Ayuntamiento, los ricos de España, la clase política. En definitiva, todos los que no éramos nosotros. “Eso es lo que quieren ellos”, decía mi padre, contrariado, y yo le daba vueltas a la cabeza, inútilmente convencido de que podía dar con quienes sustituían al pronombre. Pero qué va. Tantos años después, Ellos siguen haciendo de las suyas: ahora con el COVID. No sé si los nuevos indignados se refieren a los mismos de siempre cuando dicen ahora que ellos inventarán ahora otro bicho, otro cuento chino, otra excusa malévola para no dejarnos tranquilos. Pero quienes lo dicen están convencidos de que todo lo urden ellos, los de siempre, ellos, los que no somos nosotros. Ellos sabrán.

Ellos, que son los que mandan aunque ellos mismos no lo sepan y nosotros no los conozcamos. Eso parece pensar, o sospechar, mascullar tanta gente que uno sigue viendo mareada, maltratada, hastiada después de tantas olas y las que queden.

Y ese convencimiento de que existen ellos frente a nosotros, los que no somos ellos, funciona como el mecanismo socializador más invisible de los que no hablan los estudios sociológicos, el fenómeno consolador por el que no terminan de estallar esas revoluciones que hoy solo germinan en la imaginación indignada, en las barras de los bares con horario reducido, en las redes sociales sin vallar. Pero lo peor es que, en el fondo, supone una revolución invisible y pasiva, una suerte de desgaste del concepto de democracia por el que todo parece devenir en un sucedáneo del concepto mismo, en un paripé de lo que pomposamente aseguran los papeles. Y eso, a la larga, es peligroso. Y deberíamos hacérnoslo mirar, empezando por ellos, por supuesto.

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