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Actualizado: 01 may 2017 / 23:11 h.
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Valle-Inclán germinó su obra en la Galicia profunda antes de dar el salto con un teatro internacional que no solo revolucionó el género, sino que anticipó la versatilidad narrativa del cine, que en su época era mudo todavía. Mariano Rajoy también amasó profundamente su política en Galicia antes de dar su salto de película incluso para ofrecerse como mediador de Donald Trump. De modo que es curioso comprobar cuánta marca España ha salido en el último siglo de aquel rincón atlántico históricamente marcado por la sabia ambigüedad de no demostrar jamás si se sube o se baja. El esperpento, que como todo el mundo sabe no es un invento exclusivo de Valle-Inclán, sino que hunde las raíces de su condición ibérica en la mirada de Cervantes, el pensamiento de Quevedo o el trazo de Goya, fue sin embargo un hallazgo definitivo del autor de Luces de Bohemia una vez que comprendió que en España es imposible la tragedia. Aquí, como él le hizo decir a su estrellado Max Estrella -trasunto mezclado de sí mismo y el sevillano Alejandro Sawa-, los héroes clásicos han ido a pasearse en el Callejón del Gato, cuyos espejos cóncavos podrían convertir aún hoy en ridículos felinos a los leones del Congreso.

El esperpento es la última teoría literaria que nos redime de la absoluta perdición antes de que las reformas reformadas de las leyes educativas terminen por engendrar alumnos incapaces de entenderlo, que es de lo que se trata en el grotesco plan, a gran escala, de ir eliminándole posibilidades al pensamiento crítico: cargarse asignaturas como Filosofía o Literatura Universal es solo el principio, mientras asistimos a las escasas explicaciones gubernamentales en un país que no se sacude jamás la corrupción en ruedas de prensa grabadas en plasma. Como todas esas explicaciones de guiñol son intercambiables, uno nunca sabe de cuándo datan, ni si estamos dentro o fuera del plasma, a un lado o al otro del espejo. La ley Mordaza resucita para tipos peligrosos como Valle-Inclán.

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