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Actualizado: 28 feb 2023 / 04:00 h.
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  • Foto: Jaime Rodríguez.
    Foto: Jaime Rodríguez.

El pasado 31 de diciembre cerraba sus ojos a la luz de este mundo el papa emérito Benedicto XVI. Inmediatamente se reavivó la memoria de su valía intelectual y de su muchos libros y escritos, fruto de toda una vida dedicada a ello. De ese caudal inmenso rescato este primer martes de Cuaresma sus meditaciones para el vía crucis del Viernes Santo del año 2005, siendo aún cardenal Josep Ratzinger y estando su predecesor san Juan Pablo II muy enfermo, para que sean como pabilo que arda en un cirio azul de los que acompañarán hoy el vía crucis con el Santísimo Cristo de la Caridad.

En ocasiones las reflexiones de grandes teólogos cristianos aportan una luz nueva y una visión original sobre nuestras imágenes sagradas, tesoros refugiados en nuestras capillas y corazones, que al venerarlas con tanta familiaridad devocional no siempre alcanzamos a ver en lo más profundo de su significación. El tema central sobre el que giraron las oraciones de aquel vía crucis fue el del “grano de trigo” según lo narra el evangelista San Juan: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). Ratzinger, además, interpreta en ellas la pasión, muerte y resurrección de Jesús enlazándola con la sagrada Eucaristía –como adivinando la doble filiación sacramental y penitencial de esta hermandad–, en una bella relación metafórica que alcanza su cenit simbólico y expresivo en la XIV estación, “Jesús es puesto en el sepulcro”: “Jesús es el grano de trigo que muere. Del grano de trigo enterrado comienza la gran multiplicación del pan que dura hasta el fin de los tiempos: él es el pan de vida capaz de saciar sobreabundantemente a toda la humanidad y de darle el sustento vital: el Verbo de Dios”.

Cuando contemplemos el cuerpo desnudo del Señor de la Caridad por las viejas calles de su feligresía, veámoslo como ese pequeño grano de trigo molido por su pasión –“traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes”, lo describió Isaías– que es llevado sobre un mantel inmaculado de hilo de eucaristía más que sobre una sábana de mortaja. Como figurado pan sin levadura que tras la última Cena recorre los postreros pasos de su vida sobre un blanco corporal hasta llegar al sepulcro, donde, como en un sagrario nuevo que se estrena, quedará reservado por tres días hasta dar el fruto de la Resurrección. El propio Ratzinger subraya así esta admirable síntesis pasionista y eucarística: “De este modo, el vía crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente”.

Acompañémoslo como cordero conducido al matadero para la cena pascual, esta noche sin las yerbas amargas de Pésaj que son los lirios y el romero de su paso, sino portado austeramente en silencio -“enaltecido y ensalzado sobremanera, pero tan desfigurado que no parecía ni hombre, no tenía ni aspecto humano” como lo anunció el profeta- a hombros de cuatro devotos por la vía dolorosa de San Andrés y San Martín. “Te das a ti mismo a través de la muerte del grano de trigo, para que también nosotros tengamos el valor de perder nuestra vida para encontrarla; a fin de que también nosotros confiemos en la promesa del grano de trigo”, añadía el cardenal alemán.

Su boca cerrada ya no puede decirnos nada más. Sus ojos entreabiertos lanzan su última mirada que se nos clava en el testamento de su Palabra. Su costado traspasado rebosa sangre de Eucaristía. Su mano tendida hacia el mundo señala la Caridad que actuar. En el recio dramatismo y la belleza de imágenes sagradas como esta de Cristo trasladado hasta el sepulcro percibimos entre nosotros, muy cerca de nosotros, el tesoro escondido y la perla preciosa de que habla el evangelio. No es mero sentimentalismo ni contemplación estética vacía, sino religación verdadera de lo más humano con lo más divino, que nos transporta desde el precioso icono sagrado a la realidad más honda y desnuda del sacramento: “Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con nosotros, en cada momento de nuestra vida”.

Santísimo Cristo de la Caridad, que recorres este día las calles que son escenario de esta vida nuestra cotidiana, para regresar luego al altar de tu capilla, al lado mismo del sagrario de San Andrés, donde nos esperas todo el año en brazos de los Santos Varones, junto a tu Madre de las Penas y al evangelista del grano de trigo. Allí se hace realidad visible cada martes para los hermanos de Santa Marta las palabras que dejó escrita aquel gran Papa: “Sobre el sepulcro de Jesús resplandece el misterio de la Eucaristía. Ayúdanos a amar cada vez más tu misterio eucarístico y a venerarlo, a vivir verdaderamente de ti, Pan del cielo”. Enorme y trascendental misterio, sin duda, este del cuerpo enterrado, del pan escondido y del grano de trigo sepultado.