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Actualizado: 03 ago 2017 / 20:48 h.
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Cualquier autoridad municipal, y cualquier iniciativa de sociedad civil, que quiera evitar la desaparición del vecindario como razón de ser de los barrios tipificados contemporáneamente como 'turísticos', no se topará con la oposición de turistas, ni con las quejas de turistas, sino con las desafecciones, las inquinas y las zancadillas de los lugareños encantados de vaciarlos para montarse sus negocios.

Los turistas no maquinaron la figura de los asustaviejas para expulsar del centro de las ciudades españolas a muchos inquilinos de renta baja que llevaban 'toda la vida' en los que ahora son valorados como 'barrios con encanto'. Esas miserias son autóctonas.

En el supermercado más cercano a mi domicilio, propiedad de una empresa andaluza, los turistas son el factor clave de su incremento en las ventas a lo largo de todo el año. Sobre todo los que se alojan en un hotel contiguo, de tres estrellas. Dignísimos y honorables turistas de todas las edades, casi todos extranjeros, comprando bebidas y viandas, unos por la mañana, algunos al mediodía y otros al atardecer, para completar su manutención. ¿Acaso los españoles solo nos alimentamos a mesa y mantel cuando viajamos a ciudades europeas?

Tampoco es culpa de los turistas que muchas familias se hayan vuelto a plantear un pelotazo con sus viejos inmuebles en calles del casco antiguo donde el 'boom' del ladrillo no dio tanto de sí. Los turistas no saben que, en los pisos o apartamentos donde ellos se alojan durante su breve estancia, antes se establecían quienes ya han quedado vetados: los paisanos que optan por residir en su propia ciudad en pisos de alquiler (criterio mayoritario de vida cotidiana en las sociedades más prósperas), o los nuevos habitantes que se trasladan por su destino profesional y desean radicarse cerca de su puesto de trabajo (profesores, médicos, jueces y un largo etcétera). Sectores de población que son cruciales para propiciar la mezcolanza de movilidad interna y externa que equilibra y dinamiza la vida de barrio. Antes era clientela deseada por los avaros del rentismo, ahora estorban en el afán por participar de la 'fiebre del oro' encabezada por Airbnb.

No es culpa de los turistas la crisis de convivencia en las fiestas tradicionales. Ciudades como Sevilla estarían mucho más tranquilas en Semana Santa y en Feria para dar rienda suelta a sus ritos si tuvieran un millón de japoneses en lugar de cien niñatos con pedigrí local.

Las familias que se movilizan a través de asociaciones de vecinos para defender que en sus barrios de iglesias mudéjares y retablos barrocos se pueda hacer vida infantil, con colegios, columpios en las plazas, parques, instalaciones deportivas, etc., no culpan a los turistas de la cosificación turística a la que se les quiere someter como habitantes de un 'souvenir' pasajero donde los niños estorban al 'marco incomparable'. Saben que la culpa es de políticos y empresarios que se dejan influir por quienes, con mentalidad de pregonero, criticaban la colocación de columpios en plazas del casco antiguo.

Quienes desaprueban la llegada de jóvenes que viajan con mochila, se alojan en literas de 'hostel' y se sientan en escalones o bordillos para comerse un trozo de pizza, olvidan que un alto porcentaje de clientes actuales de buenos hoteles son personas de 40 a 70 años que en sus años mozos se movían en vacaciones con mucha más ilusión que dinero. Son legión los empresarios y profesionales de altas retribuciones, que ahora presumen de sibaritas, en cuya biografía también es reseñable su juvenil experiencia iniciática de irse en verano a ciudades como Londres para aprender inglés a la vez que trabajaban de camareros o limpiando habitaciones, alojados en cuchitriles y gastando lo mínimo.

Los turistas no tienen la culpa de las facilonas y endebles opiniones de muchos periodistas que consideran molesto el exceso de turistas y, a la vez, elogian a quienes se lucran de ese exceso. Opinadores que obvian cómo ellos/as hacen turismo y son los demás de los demás para facturar maletas en un aeropuerto, ocupar un velador en la plaza emblemática o alojarse en hoteles. No, no se miran en ese espejo ni cuando viajan invitados/as. Ay, si pesaran el ego en los mostradores de las aerolíneas, ¡cuánto tendrían que pagar por exceso de equipaje!

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