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Actualizado: 02 mar 2023 / 05:58 h.
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  • La devoción

Si la Fe Católica es el principio y razón de ser de nuestra Semana Mayor, la devoción es su sustancia. La Devoción escrita con mayúscula, entendida como fenómeno individual y al mismo tiempo colectivo. Devoción como afecto hacia una creencia sobrenatural, representada en Imágenes materiales que son símbolos de lo trascendente, y con las que se establecen vínculos profundos. Todo lo que se separe de esa devoción espiritual que nos sustenta sólo puede ser “afición”, porque desaparece lo esencial que es el sentido religioso.

Hoy se habla de Semana Santa para referirse a las Estaciones de penitencia (los “desfiles procesionales” como decían nuestros mayores en los programas oficiales desde finales del XIX). Pero la Semana Santa es mucho más importante y grande que nuestras Cofradías en las calles. Constituye el eje de todo el año cristiano y significa el culmen de la celebración litúrgica de la Iglesia: los Oficios del Jueves y el Viernes Santo para conmemorar la Pasión y Muerte del Señor, y la Vigilia Pascual del Sábado y la Misa del Domingo de la gloriosa Resurrección, porque “Si Cristo no hubiese resucitado vana sería nuestra Fe”.

Pero es evidente que, aun tomando una parte por el todo, hablamos de Semana Santa para referirnos a lo que acontece en las calles de nuestra Ciudad, donde se celebra su más multitudinaria fiesta popular. Fiesta religiosa con un enorme sustrato cultural y simbólico, una simpar belleza y una grandiosa espectacularidad. Fiesta religiosa depurada por los sevillanos con un refinado gusto y una constante búsqueda de la perfección en todos los sentidos. Fiesta religiosa basada en la tradición de siglos, pero abierta a cambios cuando una mejora se estima necesario. Fiesta religiosa miles de veces copiada (con mayor o menor disimulo) por el resto del planeta. Fiesta religiosa conocida (aunque pienso que sólo en parte) en el propio Vaticano y en todo el orbe cristiano. Y tomo prestada una frase de Don Pascual Chávez, Rector Mayor de los Salesianos y IX sucesor de San Juan Bosco, al que atendí hace años en los palcos de la Plaza de San Francisco, y que me decía convencido: “He conocido por mi responsabilidad todas las Iglesias nacionales de la tierra. Y la Semana Santa de Sevilla es sin duda la celebración católica más grande e impresionante del mundo”.

Nuestra Semana Santa (vuelvo a insistir en la metonimia), requiere una organización muy perfecta y ha consolidado un Patrimonio Cultural excepcional, tanto material como inmaterial, incluyendo su “puesta en escena” única, que es lo que atrae (principalmente) a miles de turistas cada año, y a miles de locales. Pero una fiesta religiosa así requiere un alma viva y propia que la sustente, que es la que le aportan los miles de creyentes que participan, de un modo u otro, porque también hay grados. Y esa alma tiene un precioso nombre... Nada sería posible si no existiese Devoción.

Su presupuesto son las Sagradas Imágenes, que visualizan los retratos idealizados de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen. Esas representaciones materiales fueron admitidas por la Iglesia Católica desde muy antiguo, aunque puntualizando siempre cómo debían interpretarse para alejar peligros de idolatría (ojo, aún presentes cuando falta la necesaria formación). En nuestra cultura, de raíces fundamentalmente grecorromanas, las Imágenes se consideran un cauce muy valioso para favorecer la práctica religiosa. La historia y la antropología cultural lo explican. Cuando el Imperio romano se hizo oficialmente cristiano, con el Edicto de Tesalónica del 383, se adaptaron algunas formas de la religión pagana, para aprovechar ese “cauce” formal que estaba abierto. Estas procedían, a su vez, de Grecia y del Medio Oriente, entre ellas el uso de imágenes. Y su asimilación fue efectivamente un sincretismo cultural.

Así se vio normal representar a Cristo o a María, y rendirles veneración “a través de” esas imágenes representadas. Más tarde, en la Cristiandad, vendrían otros influjos culturales, que aportarían cambios. En las Iglesias ortodoxas orientales se extenderían los iconos pintados (igualmente venerados como cauces de la divinidad). Por el contrario, la Reforma Protestante quiso volver a una pureza anterior al influjo romano, muy idealizada, y prohibirá el culto a las Imágenes.... La consiguiente Contrarreforma católica aún afianzó más nuestras tradiciones, haciendo de las imágenes un elemento fundamental de evangelización.

Pero las Imágenes Sagradas sólo completan su labor con la respuesta de la devoción. El elemento material -la hermosa escultura de madera policromada- que representa lo sobrenatural, requiere una respuesta en cada persona, y eso es lo que se logra, especialmente cuando decimos que poseen “unción sagrada”; despiertan el ansia de Dios y su Madre en millones de personas. Y eso es lo que de verdad dota a la Semana Santa de vida y autenticidad.

Porque en el polo opuesto está el Arte Sacro inoperante por haberse musealizado. Por muy sublime que sean las creaciones de imagineros o pintores, requieren luego esa respuesta del afecto y práctica religiosa, continuada a lo largo de la vida. Por eso el propio Código de Derecho Canónico de la Iglesia recuerda que el Arte Sacro debe llamar a la piedad, al recogimiento y a la oración. Pero esto no se consigue si no están expuestas al culto: no hay devoción hacia algunas obras cumbres del Arte Sacro universal. No creo que tenga devotos el impresionante Cristo Redentor de Miguel ángel en la Capilla Sixtina. Como tampoco los tiene su maravillosa Piedad de la Basílica de San Pedro, ni ninguna Madonna renacentista expuesta en los Uffizi de Florencia.

Y por esa misma razón, la grandeza de la Semana Santa de Sevilla, más que en su excepcional Imaginería, está en los sentimientos religiosos que esa hace rebosar, porque nuestra Semana Mayor no es ningún Museo en la calle. He tenido ocasión, viajando por España o por la Italia del sur, de contemplar misterios de la Pasión dejados todo el año en la frialdad de una sala museística (o de un espacio que hace las veces de almacén-museo). Por mucho que se saquen también a las calles y por muy hermoso que sea el escenario urbano, nunca se podrá alcanzar el fervor popular y la autenticidad de vivencias y sentimientos que nos caracteriza.

Y es que en nuestra tierra la imagen sagrada se venera en lo más profundo del corazón, convirtiéndola en apoyo diario de la propia espiritualidad: “vengo a ver a mi Virgen”, “vengo a rezarle a mi Cristo”, “voy a mi hermandad”. Por eso surge el posesivo, para expresar la identidad propia y la intimidad con lo Sagrado. Llevamos nuestros titulares en las carteras, junto a las fotos de hijos, cónyuges o padres... como lo más preciado de nuestras vidas. Visitamos nuestras Imágenes queridas antes o después de una intervención quirúrgica, de un tratamiento médico, de una oposición o una entrevista de trabajo, de un lejano viaje, de una situación de crisis personal o social...

Esa devoción arrastra a enormes masas de población que no pueden considerarse “cofrades” en sentido estricto, y que puede que tengan muy poca práctica religiosa o ninguna. Tal vez sea su único contacto con la religión. Pero ahí están presentes en las calles, con respeto y sin ningún tipo de presión. Y las imágenes evangelizan...

Acabo de llegar del Vía crucis celebrado con el Santísimo Cristo de la Expiración, en una fecha que recuerda aquel triste incendio de 1973, en que perdimos una Virgen hermosísima -la Señorita de Triana-, y estuvimos a punto de perder al Cachorro de León de Judá. He visto miles de personas abriéndose paso para verlo en cada esquina, en un silencio respetuoso y con una actitud ejemplar. Y hoy no se acudía a gozar el lucimiento del buen andar costalero, ni a ver el esplendor de ese paso refulgente al son de cornetas y tambores, por no haber ni siquiera había primavera en el aire sevillano. Sólo el Cachorro, en toda su pureza, en unas andas bajas y difícil de observar. Pero Triana hervía de fervor.

Estas líneas me las termina de escribir una anciana que, esa misma tarde, tuvo parada la cola del Besamanos de la Hiniesta durante al menos diez minutos, hablándole de tú a tú a su Virgen, con voz queda, mientras balanceaba tenuemente su cuerpo ya inseguro. ¡Qué hermosura de diálogo tendrían! ¡Y qué hermosura de estampa componían ambas! Porque en ese línea cruzada entre la grandiosidad de una fiesta religiosa y la oración y el afecto que suscita está la sustancia pura de nuestra Semana Santa.

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