"¡Esto es felicidad!" grité interiormente mientras disfrutaba del primer trocito de aquella deliciosa milhoja. Cerré los ojos para centrarme más en las sensaciones... La textura del merengue: suave, ligera, cremosa, todo un abrazo al paladar... Ese hojaldre, dulce soporte de cada una de las capas de merengue, salpicado de azúcar glass y algo de canela, me hacía abrir los ojos al grito de: "¡vaya tela!", mientras le dedicaba una mirada golosa al postre. Alonso, mi chico -y divertido testigo de la escena-, incluso me sacó algunas simpáticas fotos, era la guinda del pastel a nuestro almuerzo de San Valentín. Que cierto es que el amor se ve en los pequeños detalles, él no es muy dulcero pero accedió a pedirnos la milhoja como colofón a la comida con la promesa de "yo te ayudaré un poquito", finalmente, él sólo probó una cucharadita de merengue y yo lo disfruté... ¡enterito!
Insistí en mi idea sobre la felicidad... Aquello sin duda, lo era, pero se trataba de una felicidad con apellido: la felicidad sencilla. Algunas personas se escandalizarán, ¿cómo va a ser una milhoja sinónimo de felicidad? y es que este pequeño postre nos regala una clave vital: la felicidad está en la cotidianidad de lo sencillo, en los detalles que hacen que tus ojos tengan más brillo, en lo que te brinda un aporte de energía y frescura propio de los chiquillos... La felicidad sencilla está en todo lo que te hace conectar contigo mismo y con los demás, traduciéndose en sincero agradecimiento por haber tenido la oportunidad de vivir ese momento; la felicidad sencilla es el argumento de la esperanza, la ilusión y la confianza...