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Actualizado: 01 jun 2018 / 19:23 h.
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Tuve una vecina que se llamaba Soledad, era profesora de música además de muy culta y cariñosa, que siempre me recordaba a María Dolores Pradera. Físicamente eran muy parecidas; perfectamente peinadas, pendientes de perlas, fría elegancia, cadencia en el hablar y poseedoras de un estilo único al vestir, ajeno a las modas, como las túnicas que lucía quien se asomaba por televisión para cantarnos canciones de las dos orillas arropada por sus dos inseparables guitarras. Doña Soledad dejaba un rastro de perfume caro al pasar, como si llevase verdaderamente jazmines en el pelo y rosas en la cara, y también derramaba lisura, aunque saliese del ascensor del bloque de pisos de un barrio obrero donde vivía y donde además, tenía un piano. Quizás su piano, el pentagrama abierto y el busto de Beethoven junto al diapasón fuesen mi primera incursión al mundo de la música clásica, cuando subía con mi abuela o con mi madre a su casa con la excusa de mirar la cantidad de cosas maravillosas que doña Soledad albergaba; caracolas, libros, cajitas, abanicos... Todo un sinfín de tesoros que a una niña observadora y curiosa como quien escribe, le fascinaba a la vez que le imponía cierta admiración por lo extraordinario. Ahora cuando recuerdo las manos de María Dolores Pradera sobre el escenario, dibujando espacios en el aire mientras le cantaba al amor y al desamor, como tejiendo con sus dedos los hilos de sus canciones, recuerdo las de doña Soledad agarrando mi cara para darme un beso, dejándome el olor de la flor de la canela, con reminiscencias de jazmines en el pelo y rosas en la cara.

Tuve una vecina que se llamaba Soledad, era profesora de música además de muy culta y cariñosa, que siempre me recordaba a María Dolores Pradera. Físicamente eran muy parecidas; perfectamente peinadas, pendientes de perlas, fría elegancia, cadencia en el hablar y poseedoras de un estilo único al vestir, ajeno a las modas, como las túnicas que lucía quien se asomaba por televisión para cantarnos canciones de las dos orillas arropada por sus dos inseparables guitarras. Doña Soledad dejaba un rastro de perfume caro al pasar, como si llevase verdaderamente jazmines en el pelo y rosas en la cara, y también derramaba lisura, aunque saliese del ascensor del bloque de pisos de un barrio obrero donde vivía y donde además, tenía un piano. Quizás su piano, el pentagrama abierto y el busto de Beethoven junto al diapasón fuesen mi primera incursión al mundo de la música clásica, cuando subía con mi abuela o con mi madre a su casa con la excusa de mirar la cantidad de cosas maravillosas que doña Soledad albergaba; caracolas, libros, cajitas, abanicos... Todo un sinfín de tesoros que a una niña observadora y curiosa como quien escribe, le fascinaba a la vez que le imponía cierta admiración por lo extraordinario. Ahora cuando recuerdo las manos de María Dolores Pradera sobre el escenario, dibujando espacios en el aire mientras le cantaba al amor y al desamor, como tejiendo con sus dedos los hilos de sus canciones, recuerdo las de doña Soledad agarrando mi cara para darme un beso, dejándome el olor de la flor de la canela, con reminiscencias de jazmines en el pelo y rosas en la cara.

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