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Actualizado: 21 jul 2019 / 11:24 h.
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  • La luna

Hace medio siglo, tres tipos de mi edad cambiaron su posibilidad de soñar a la luz de la luna por pisar la luna dejando los sueños para luego. Era julio del 69 y el mundo era bastante distinto a este que ahora pisamos, aunque el ser humano estaba tan necesitado de altura de miras como ahora. La guerra fría había partido el planeta en dos mitades que se parecían bastante a los hemisferios desde los que se veía la luna entera o a trozos. A Kennedy, que había anunciado el reto de pisar nuestro satélite antes de que terminara la década, ya lo habían asesinado, pero los Beatles seguían imaginando otro mundo, aunque desde Vietnam sonara todo tan distinto, es decir, tan cruelmente real. Para eso estaban las revoluciones, que en mayo del 68 no habían hecho más que sembrar una semilla...

En días como hoy, hace justo cincuenta años, tres tipos de mi edad se habían dado un paseo por la luna y venían de vuelta para que ya nada fuera lo mismo. Aquella hazaña, tan literal, fue en sí misma una metáfora de las posibilidades del ser humano. La luna había funcionado como mito, leyenda y metáfora desde la noche de los tiempos. Se había convertido en emblema de lo inalcanzable a lo largo de los siglos, y como le ocurre al mar, tan insondable, tan infinito, significaba lo mismo los sueños que la muerte, la creación que la perdición, el alfa que la omega. La luna lorquiana puede inspirar al duende, pero también llevarse a niños inocentes de la mano. Lo mismo en Granada que en Manhattan.

La efeméride de nuestra llegada a la luna debería hacernos reflexionar sobre nuestra más alta virtud humana: la imaginación. Julio Verne se adelantó más de un siglo a la proeza de América. De modo que cuando Armstrong y sus compañeros pisaron la superficie lunar ya nos sonaba todo. Luego de la literatura, la ciencia ha conquistado otras muchas lunas, pero primero hubo que imaginarlas. Que querer imaginarlas. Querer alcanzar la luna, lo imposible, lo inhumano, lo fantástico, lo maravilloso, la utopía es lo que nos hace verdaderamente humanos.

A estas alturas de la historia, no debería valernos el argumento tan demagogo como triste de para qué queremos pisar la luna si hay gente muriendo en la tierra, porque eso nos convierte en tristes demagogos que ni soñamos con la luna ni queremos socorrer al vecino. Y es que una cosa no tiene nada que ver con la otra. La inmensa mayoría de los descubrimientos científicos, por no decir todos, empezaron con hallazgos que no servían absolutamente para nada. De hecho, se les sigue llamando descubrimientos científicos a revelaciones que al común de los mortales nos parecen irrelevantes simplemente porque todavía -y nunca se sabe hasta cuándo- no tienen una aplicación tangible y que solo la tendrán tras la concatenación de muchas fases lunares de una vasta investigación.

Ahora, al igual que hace cincuenta años, estamos rodeados de agoreros en contra de pisar la luna, porque siempre señalan con el dedo que la tapa alguna necesidad más perentoria sobre la que ellos precisamente no piensan mover ese mismo dedo. Ni otro. Porque en realidad no entienden la luna como metáfora ni como suelo. Es el tipo de gente emparentada con el perro del hortelano, el tipo de gente por el que ya hubieran desaparecido la filosofía, la literatura y las artes, todo ese conglomerado de saberes que no sirven absolutamente para nada, salvo para ser humanos.

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