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Actualizado: 14 dic 2022 / 05:32 h.
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  • Foto: E.P.
    Foto: E.P.

Como Manuel Bohórquez, también yo vivo solo, con la diferencia de que no tengo mascotas ni cocino, salvo platos leves, vamos a llamarlos así. Ni siquiera desayuno en bares ni almuerzo o ceno en restaurantes, menos cuando alguien que me quiere se queda un fin de semana conmigo. Sin embargo, he llevado una intensa vida social como periodista y profesor. Y aún está presente. También en esa dinámica estaba y estoy solo, forma parte de lo que un sociólogo y psicólogo estadounidense, David Riesman, llama la muchedumbre solitaria. La soledad es la vuelta del humano a sus orígenes. Es la norma, no la excepción, y si se es consciente de esto la soledad no es tal, entramos en la soledad sonora de Juan Ramón Jiménez, en el círculo de Hegel, o en el “nunca estoy solo con mi soledad” que canta George Moustaki. Se equivocó Aristóteles, lo siento, el humano no es un ser social, es individual, tiene instinto de muerte, por eso la soledad es la norma, una norma no aceptada, hay muchísima resistencia a esa norma, empezando por multitud de psicólogos y psiquiatras simplistas.

Nos tropezamos con dos formas de huir: la que nos provoca el miedo a enfrentarnos con lo que llamamos soledad y la huida una vez que se conoce lo que el humano huidizo nos ofrece fuera de nosotros mismos. A su soledad innata, el humano la suple con historias, ritos, fiestas, todo ello lo crea precisamente por su condición de ser solitario, de lobo estepario. Son las terapias instintivas con las que suple un vacío interior y exterior con el que o no quiere o no puede enfrentarse. La soledad y la vulnerabilidad que la acompaña han creado desde la mitología hasta lo que yo estoy haciendo ahora. Escribo en Navidad, he colocado en mi casa unos adornos y dos pequeños portales de Belén con velas a su alrededor. Sé que todo eso es mentira, pero me sirven de terapia, esos psicólogos y psiquiatras que nos dicen que tenemos que estar con los demás para “animarnos” o son epidérmicos que necesitan pensar más y mejor o son buenos profesionales conscientes de que lo que llamamos relaciones sociales son una simple terapia que aleja la soledad dañina, la que destroza por dentro puesto que no se sabe disfrutar de ella ni interpretar.

Yo creo que millones de personas fingen divertirse y no estar solas. Creo en Nietzsche cuando titula uno de sus libros El caminante y su sombra. Creo en el Antonio Machado que conversa con el hombre que siempre va con él. Creo en Rilke cuando afirma -recogiendo el pensamiento oriental- que la verdad está dentro de uno mismo, pero, claro está, una vez que, como León Felipe, se ha sido “romero en la vida, siempre romero”, y uno se retira a ver cómo toda la vida pasa por su ventana. El humano caza la pieza de su existencia, de sus vivencias, y luego se va a casa a alimentarse de ella y con ella.

David Riesman cree que la muchedumbre solitaria está sometida a otros que la dirigen, que piensan por ella. Hay encuentros sociales que enriquecen la soledad y otros -la mayoría, si no se sabe elegir- que la ocultan. Se han hecho experimentos de todo tipo. Cuando no había móviles, privando de la televisión a una serie de familias. La resistencia máxima para estar sin el aparato era de un mes, aproximadamente. Ahora, privando de los teléfonos inteligentes. Y se ha acortado esa resistencia. Se ha dado a elegir entre quedarse solo mirándose a uno mismo o irse de parranda. Y la gente, sobre todo, elige lo segundo. ¿Porque es social? No, porque tiene miedo. Parece que es lo mismo, pero no lo es. Se nos muere todo alrededor en el transcurso de una vida longeva: padres, familiares, amigos, lugares... Tienes la sensación de que la vida se repite. Hay que ser fuerte para soportar todo eso. Puedes elegir entre seguir huyendo o, para lograr fuerzas, sentarte a charlar contigo mismo y con todo el pasado, el presente y el futuro; creer, como Cesare Pavese, que el mayor ideal en la vida es el conocimiento de uno mismo.

El humano está solo y no lo sabe o no desea saberlo. Cuando sale a buscar compañía no lo hace por sociabilidad sino por necesidad de combatir su soledad o de no enfrentarse a ella. Los demás no son una muestra de sociabilidad sino de soledad y acaso de desesperación, de miedo a la libertad. Compartir la soledad desde la consciencia de estar solo es la solución menos mala. A eso lo llamo melancolía gozosa.